EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS

—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.

Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.

—Buenos días, Isaac. Este es mi hijo Daniel —anun­ció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.

El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimien­to. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fa­bulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acu­chillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. El me sonrió, guiñándome el ojo.

—Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Ol­vidados. 

Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos apare­cían como una cofradía secreta de alquimistas conspiran­do a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias. 

—Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus pá­ginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciu­dad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiem­po, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto? 

Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió. 

—¿Y sabes lo mejor? —preguntó. 

Negué en silencio. 

—La costumbre es que la primera vez que alguien visi­ta este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy im­portante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.

- Carlos Ruiz Zafón-

*El pasado 19 de junio nos dejaba este autor que, con sus primeras páginas de La sombra del viento, nos adentró en el mundo del Cementerio de los Libros Olvidados. Sus letras, al igual que su ingenio, sus misterios y su fantasía nos acompañarían durante años. Hoy rescatamos un fragmento de su novela más popular, la primera de su trayectoria pensada para el público adulto donde nos encontraremos con ese particular cementerio de letras y almas, que harán las delicias de los que los ya lo descubrimos y de los que lo descubrirán mañana. 

Una fantástica biblioteca de libros y almas reposan a la espera de algún intrépido lector
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