RESETEANDO

De las fuerzas de la naturaleza, el Big Bang o alguien con forma humana —hombre blanco hetero, como no podía ser de otro modo—, nació el Universo y, con él, nuestro planeta. Nuestro mundo. Nuestra Tierra, a pesar de estar llenita de agua.

A menudo, Gumersindo pensaba en este tema. «¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Por qué los chicles de fresa no saben a fresa? ¿Por qué engorda todo lo que está bueno?», se preguntaba en la soledad de su habitación. A sus 15 años, no entendía nada y, a pesar de que su madre le decía que ya lo entendería todo cuando fuese mayor, no le parecía que los adultos que lo rodeaban desprendiesen sabiduría. Sólo había que echarles un vistazo: Don Afrodisio, el profesor de Lengua, no hacía más que lamentarse sobre el porqué de su elección de ser profesor; Doña Gertrudis, la de Matemáticas, se enfadaba cada vez que alguien le preguntaba por la utilidad de tal ciencia; Don Eufrasio, quien impartía Religión, a menudo daba por respuesta «porque sí y ya está». Su padre, que siempre estaba viendo la tele, nunca atendía a sus preguntas, y su madre estaba excesivamente ocupada con los quehaceres del hogar, el trabajo fuera de casa y quejándose de haberse casado con ese «botarate». Gumersindo no tenía muchos amigos, así que le inquietaba observar esta falta de conocimientos y respuestas en aquellos que tenía más cerca; es más, los encontraba a todos bastante perdidos para ser adultos, a los que les presuponía un poder superior para saber lo que debían hacer y los motivos de todas las cosas.

Una tarde, estaba dando un paseo mientras mil cuestiones rondaban su cabeza. Había estado viendo una película de ciencia ficción en la que un virus se expandía, causando millones de muertos en el mundo. La gente debía quedarse en casa para prevenir contagios, y poco a poco dejaron de salir, por miedo, creándose todo un submundo de interior, individualista y virtual. «Ojalá pasase aquí, sería muy molón», concluyó.

Y así sucedió.

Al fin ocurría algo interesante. ¡Era tan divertido! Al principio, la gente tenía ganas de hablar todo el tiempo, de crear, de escribir, de sonreír, de pensar en cómo iban a cambiar sus vidas a partir de ahora. El planeta respiró y los animales salieron sin miedo, los mares estaban limpios y no había atascos. 

Sin embargo, todo fue cambiando con el paso del tiempo. Las personas se volvieron hurañas, empezaron a quejarse, hablaban de dictaduras y de libertad. Gumersindo tuvo la impresión de que la ignorancia iba creciendo a su alrededor a la velocidad del rayo. 

Cuando toda su familia se contagió, sonrió para sí. Él también lo tenía, pero se encontraba mejor que los demás, así que era el encargado de hacer la compra y pasear al perro. Total, nadie reparaba en ese muchacho regordete con cara de pánfilo.

Vio entonces otra película en la que había que pulsar un botón para resetear a la humanidad, y se le antojó la solución perfecta. Sus quince años no le habían proporcionado la experiencia de la vida de la que tanto hablaban los demás, pero tenía la suficiente para darse cuenta de que la gente de este mundo no valía la pena. 

Y pensaba en ese botón mágico, ensimismado, cada vez que tocaba las puertas del barrio sin guantes y tosía en las cestas de la compra. «Ojalá ese supuesto Dios le dé al botón, nos ahorraría todo este bochorno». Entornó los ojos y sonrió de lado.


Panel de metal con un botón y, sobre éste, la inscripción «Press to reset».
Imagen by Padel world Press

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