ESTO NO HAY QUIEN SE LO CREA

«Menuda tontería, esto del virus. Eso no hay quien se lo crea, seguro que es una memez del tonto del presidente para tenernos a todos controlados, ¿qué estarán tramando el vaina ése y sus amiguitos? Seguro que el americano del pelo lamido también está en el ajo. Y los chinos, los chinos saben mucho, y eso que parecen tontos». 

Amasvindo, hombre de mediana edad y escasas dotes para la vida en general, vivía con su madre, ya anciana. Se encontraban ambos confinados en casa desde hacía quince días, aunque él se tomaba la cuarentena a su manera. Sacaba a pasear al perrito de su madre varias veces al día, ése al que pateaba cada vez que se acercaba a hacerle alguna monería. Salía a la calle, se compraba una cerveza, un paquete de tabaco, se postraba en una esquina y silbaba a las mujeres que pasaban por su lado, ataviadas con mascarillas y guantes. En la cola del supermercado, intentaba arrimar cebolleta, gesto ante el que huían despavoridas todas las féminas con mucho más espanto del habitual. Todo un gentleman. 

Una noche se dijo que quién era «el Sánchez» para obligarlo a quedarse en casa con su madre en vez de salir por ahí a buscar algo de diversión. Le cogió dinero a ésta del monedero; había sacado la pensión del banco poco antes de quedarse encerrados. Salió a dar una vuelta y se fue al polígono, buscando hembra a la que comprar. Encontró a una jovencita con cara de pasar hambre y frío, y le dijo que le iba a dar candela. Después de utilizarla a su antojo, pues para eso había pagado unos euros por ella, la soltó y se volvió a su casa. 

Diez días más tarde, su madre acabó ingresada en la UCI por haber pillado el virus; debido a su avanzada edad, había tenido complicaciones pulmonares y se encontraba en estado grave. Pocos días después, falleció. Él no pudo ir a verla, ni siquiera pudo recoger sus cenizas. La gente del barrio hablaba de él todo el tiempo, motivo por el que dejó de salir a la calle. «Pobrecito, se ha quedado solo».

Amasvindo, encerrado en su casa, rodeado de heces y ropa sucia, miró al perrito una y otra vez, cigarro en mano; no dejaba de pensar en qué haría ahora que no tenía la pensión de su madre, y en por qué aquella vieja le había tenido que poner el maldito nombre de su abuelo.

Mano de hombre que sujeta un cigarrillo medio consumido. Blanco y negro.
Imagen by Pixabay


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