EL NÁUFRAGO

Era un náufrago perdido en el espacio infinito. Deambulando sin rumbo fijo, sin propósito definido, esperando encontrar un lugar donde yacer. Un lugar que acogiese su cuerpo sin hacer preguntas, sin juzgarlo, que aceptase su presencia para dejarlo dormir tranquilo… 

Las estrellas rescataban pinceladas de su vida, mezcladas con esa oscuridad con sabor a alcohol barato. 

En los momentos más luminosos, intentaba descifrar en aquel maravilloso misterio cómo había llegado allí (si es que se puede saber dónde es allí), pero en lo más profundo de su ser, en la parte donde se alojan los sentimientos, lo cierto era que le daba igual. Sólo quería descansar. 

En algún momento, en algún lugar, encontró un asiento anónimo, un punto estático que parecía contemplar la Nada y lo invitaba a sentarse, como un buen amigo invita a otro a compartir sus experiencias, buenas y malas. El náufrago creyó sonreír, porque, en su vida, el whisky había sido un pésimo y desagradecido amigo, ¿sería este igual? 

Se sentó pesadamente sobre él. Era incómodo y frío, pero un amigo, a fin de cuentas. Y, curiosamente, el banco sobre el que estaba sentado era quien necesitaba contarle su experiencia, su vida, que era la vida propia del náufrago. 

Toda la lucha, todo el esfuerzo, todas las ilusiones por las que batalló durante todos esos años… 

«No era un mal hombre, simplemente se perdió en algún momento». 

Esas palabras se hicieron eco por todo el cosmos. Y lloró, porque recordó lo que una vez fue. Porque recordó lo que era ahora. 

Y, en la inmensidad de aquella galaxia inexplorada, el rostro de aquel amor que se truncó en el mismo momento en que él se rompió. Alzó la mano para alcanzarla pero estaba más lejos de lo que él pensaba. Y comprendió. Tuvo un deseo feliz para ella. 

Él ya lo era. 

Aunque nunca sabría lo mucho que se diría «no era un mal hombre…» el día que lo encontraron sin vida, en aquel parque donde la conoció por primera vez.

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