SOLA EN CASA


Eché un vistazo al reloj de mi muñeca y, al instante, sentí una oleada de gloriosa satisfacción.  

—Las 23:30 ¡Por fin! Hora de finalizar mi jornada laboral como distribuidora de caramelos, a tiempo parcial. 

Apagué la luz del porche, coloqué el cuenco con las golosinas sobrantes encima de la mesita auxiliar, junto al sofá, y pulsé el botón de encendido del mando a distancia.

«La noche de los muertos vivientes», una de mis películas de terror favoritas que, junto con un bol lleno de humeantes palomitas, componían un plan perfecto para pasar la noche de Halloween.

Estaba disfrutando como una mona de la famosa escena en el cementerio, antes de que todo el apocalipsis zombie comenzara, hasta que, en pleno «Bárbara… Bárbara», de pronto, un sonido desconocido, algo que se asemejaba a un eco raspado, quebró el silencio estático de mi casa. Mastiqué el resto de palomitas que quedaba en mi boca, implorando a mis dientes a proferir el menor ruido posible, al tiempo que me persuadía a mí misma de que aquello bien había podido ser producto de mi imaginación sobreestimulada por el exceso de azúcar. Sin embargo, el quejumbroso soniquete volvió a reproducirse, y de forma más intensa. Aparté el bol de palomitas a un lado, me levanté del sofá lentamente. Aquel ruido estridente provenía del otro lado de la casa, atravesando el corredor principal. Parecía como si alguien... o algo, estuviera tratando de acceder a mi casa mediante golpes, no… arañazos, en la puerta trasera. 

Unos pasos antes de alcanzar la esquina del pasillo, a oscuras, la irrupción de las palabras del presentador de las noticias, me hizo dar un respingo tal, que por poco doy de bruces contra el suelo.

—La madre que… 

Se trataba de un avance informativo de última hora. La pantalla mostraba a un hombre de cabello gris, mediana edad y excesivamente maquillado, que parloteaba sin descanso, por encima de un rótulo que indicaba:

«Continúa la búsqueda de Rachel Mathews»

A la izquierda del presentador, una pequeña parte de la pantalla exponía la imagen de una joven rubia, de mirada risueña, que ofrecía a la cámara su mejor sonrisa. Según los informativos, Rachel Mathews, al parecer, era la última víctima de un asesino en serie que secuestraba a chicas jóvenes, las torturaba durante días para luego enterrarlas aún con vida.

—Fantástico. Mujer sola en casa durante la noche, oye un ruido, y mientras va a comprobar qué ocurre, la pantalla del televisor muestra las últimas noticias sobre el asesino del momento… —compuse una mueca que conjuntaba con el carácter casposo de la situación, todo un cliché sobreexplotado. Casi podía oír la musiquita cutre de cabecera.

Una nueva réplica del chirriante sonido me sacó de mi ensimismamiento. Tragué saliva y, sin más dilación, di un paso al frente.

Recorrí los metros que distaban de mi desconocido destino, con el ánimo y decisión de una colegiala en apuros. Detuve mis pasos a escasos centímetros de la esquina del pasillo, que daba acceso al descansillo donde se encontraba la puerta trasera de la casa y... lo que fuera que la estaba destrozando.

Con los ojos cerrados, musité un juramento, justo antes de pulsar el interruptor de la luz. Abrí los ojos de golpe, como un espasmo, preparada para recibir con un desgarrador grito a la espantosa criatura, que me esperaría agazapada en mi recibidor, pero… cuando la luz artificial mostró la realidad de lo que ocurría, me quedé por unos segundos allí pasmada, con la boca y los ojos muy abiertos, en un rictus totalmente ridículo.

Mi gato me observaba desde abajo, con una expresión desconcertada: «Mami, das un poquito de vergüenza». ¡Era Lucas! El maldito gato estaba intentando escaparse por la puerta trasera. Me agaché para cogerlo y lo acurruqué entre mis brazos.

—No puedes salir hoy, cariñito —me miró con un atisbo de súplica titilando en sus ojitos verdes —. Gente ignorante hace daño a los gatitos negros en noches como ésta, por eso mami… 

Unos fuertes golpes en la puerta de entrada acallaron mis palabras y, esta vez, podía estar segura de que no era el gato.

Anduve unos segundos eternos con Lucas en brazos, hasta dar con la puerta del dormitorio de invitados. Giré el pomo lo más silenciosamente que me fue posible y, cuando la puerta se abrió lo suficiente, me agaché y solté a mi gato dentro.

—No pasa nada malo, cariño, pero, por si acaso, tú te quedas aquí —Lucas me devolvió una mirada cargada de ternura, acompañada de un «miau» muy elocuente.

Cerré la puerta con el mismo cuidado y, apenas había recuperado mi posición en pie, la luz de toda la casa se apagó, junto con el resto de luces del vecindario.

—Fantástico. 

Mierda, otro puto cliché.

Avancé con parsimonia, haciendo uso de la pared del pasillo como si de un mapa en braille se tratara y, una mano alzada, rezando para mis adentros que nadie me chocara los cinco.
Los escasos metros que separaban aquel corredor del salón principal se me antojaron millas, kilómetros, leguas…

A punto estaba de lograr llegar a la esquina, cuando llegó a mis oídos un crujido sordo, algo similar a la madera resistiéndose a ser forzada.

Me imaginé a mí misma en la oscuridad, abriendo los ojos de una forma exageradamente ridícula, cual dibujo animado.

—Necesito un arma. 

Por suerte, podía acceder a una, justo al rodear la esquina que estaba a punto de franquear.

Alcancé la mesita auxiliar, contra la que se apoyaba mi «arma de emergencias».

Sostuve el bate con ambas manos. El apagón general y la noche sin luna hacían que todo a mi alrededor no fuera más que una insondable pantalla oscura. Pero de una cosa estaba segura: algo había entrado en mi casa por la ventana, una brisa helada era testigo de ello.

Noté una respiración, tan cerca de mí, que casi podía apreciar la calidez de su aliento.
No soy ninguna cobarde, así que me preparé para atacar. Distribuí mi peso entre ambos pies, y con un preciso giro de cadera, me dispuse a darle a aquel intruso mi golpe de gracia.

Un potente haz de luz me cegó a mitad del movimiento.

—¡Wouw, wouw, señorita no haga eso, por favor! 

Mi asaltante tuvo el detalle de apartar el lacerante foco de la linterna de mis ojos.

Una figura, poco a poco, se fue formando en mi campo de visión. Ante mí, tenía a un hombre rondando los cincuenta, ataviado con un uniforme de policía, y cuya expresión en su rostro cuadrado se tornaba entre el asombro y la disculpa.

—Me ha dado usted un susto de muerte —resollé, bajando el bate.

—Lo siento mucho —imaginé sus mejillas sonrojadas —. Llamé al timbre pero, al tercer intento, me di cuenta de que no funcionaba —mierda, yo misma lo había desconectado después del último «truco o trato», para evitar las bromas intempestivas de algún gamberro —. Entonces toqué a la puerta —«y casi la echas a bajo, criatura», pensé mientras ofrecía la mejor de mis sonrisas impostadas —. Tampoco tuve respuesta, y entonces fue cuando todas las luces se apagaron —sus palabras resultaron ser una suerte de ensalmo porque, en ese mismo instante, las luces del vecindario, al completo, volvieron a funcionar.

Ambos exhalamos un suspiro de alivio.

—Pero, ¿realmente era necesario entrar por la ventana? 

Al poli se le sonrojaron las mejillas, sonrió un poco avergonzado e hizo un gesto con la mano, a modo de disculpa.

—Siento haberla asustado, de veras, pero, como sabrá por las noticias, estamos detrás de un criminal cuyas víctimas son mujeres —titubeó un instante —. Mujeres solas —recalcó esta última palabra evitando cargarla con un matiz denigrante, pero no le salió del todo bien —. Antes de dirigirme aquí, ya le había hecho una visita a la señorita Clarens.

¡Yupi!, qué bien saber lo estupendamente controladas que nos tenían a las solteronas del barrio.

La visita del poli acabó con un susto y varios consejos muy útiles de supervivencia para mujeres «solas». Su incomodidad al pronunciar esta palabra, era directamente proporcional a la mía al tener que escucharla, y la pérdida de unas cuantas chocolatinas. Despedí a mi «ángel de la guarda» con un «gracias por su excelente trabajo» y una sonrisa que intenté, con todas mis fuerzas, que no pareciera del todo forzada. Y cerré la puerta.

—¡Oh, mi pobre Lucas! —lo había dejado encerrado en una habitación pequeña, solito, asustado… —. Voy a sacarlo, abrazarlo y darle muchos mimines… ¡Ah! pero antes tengo que darle de comer, tiene que estar hambriento, y el saco de pienso se acabó esta mañana.

Bajé al sótano a por un saco de comida nuevo para mi minino favorito.

Tarareaba una cancioncilla animada mientras rebuscaba en el estante del sótano. Un murmullo quejumbroso interrumpió mi entonadilla. Agarré el saco y me acerqué hacia la fuente de aquel rumor. Me acuclillé para posicionarme a su altura.

—¿Qué ocurre?, ¿no te gusta como suena mi voz? —pregunté, entretanto apartaba un mechón húmedo de su mejilla empapada en lágrimas.

Rachel emitía sonidos guturales a través de la mordaza. Me miraba, como lo hiciera desde un principio: sus ojos buscando, desesperadamente, un atisbo de compasión en los míos.

Me resultaba una criatura tan patética. ¿Cómo podía guardar aún esperanzas?, cualquier otro animal ya habría aceptado el hecho irrefutable de que iba a morir.

—Voy a contarte un secreto. 

Acerqué mis labios a su oído, y susurré:

—Los asesinos también sentimos miedo en Halloween. 


FIN

Una calabaza con dientes
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