GUERRA FRÍA

Tiempo de paz y de guerra fría. 

Tiempo de calma y tortura existencial.

Tiempo para escapar de nosotros…

Vagabundeo por el mundo como un ser etéreo, alguien invisible que no es digno de la atención de nadie. Camino junto al resto de los mortales, arriba y abajo, sin rumbo fijo, sin saber qué busco, sin saber qué me inquieta, sin saber siquiera si me queda algo de corazón. Quiero recordar que una vez lo tuve y me esfuerzo mucho por sentir qué hacía en mi interior, cuánto pesaba, qué sonido hacía cuando palpitaba… A veces me asalta el impulso, siempre sofocado a tiempo, de preguntar a alguna de las almas en pena que recorren sin sentido la ciudad, el universo conocido.

A veces escucho historias felices, hermosos cuentos de magia y amor, acompañados por sonrisas de marfil que parecen abrazar al mundo y ese extraño y casi imperceptible movimiento en los ojos que busca ocultar la verdad. La cruel realidad amparada en una fingida felicidad y en la hipocresía de los que temen vivir. Y pese a todo, les digo que me alegro mucho por ellos. Yo tampoco me escapo.

Siento que el mundo está desesperado, que quiere gritar pero se ahoga en su propia garganta. El mundo está buscando algo y no sabe qué es. Y eso me aterra. 

Veo personas muy fuertes llorar por las oscuras esquinas del mundo, a los trabajadores más entregados esperando un trabajo inexistente y a las personas que lo tienen todo, vacías… Y no puedo evitar preguntarme, si, como yo, también han perdido su corazón.

Los niños ya no echan de menos su infancia, se sientan y contemplan. Una pelota, una comba, una tiza… Nada les llama la atención, salvo, quizá una fotografía en blanco y negro porque piensan que están viendo el ancestral rostro de Dios o un sucedáneo.

El mundo da miedo y ya no puedo andar. En mi interior un resorte me dice que corra antes de que el mundo se haga en blanco y negro, antes de que la Guerra Fría llegue y nos desgaste lentamente hasta ser un borrón en la Historia. 

Pero al llegar a una calle muy estrecha, lejos del alcance de los niños y de Dios, mi cuerpo dice “basta”. Y ya no puedo correr más. Este es el final.

Y en la penumbra una risa, la de alguien que me ha estado siguiendo, que me ha prestado atención y que, sin saberlo, me ha estado acompañando desde siempre. 

Algo vuelve a funcionar. Mi corazón. No lo perdí, solo lo enterré.

Abrazo esa penumbra que es mi amiga, mi amor y mi hogar. 

Y comprendo que este no es el final, es el principio del resto de mi vida. 

Una rosa yace en el frío suelo de un triste blanco y negro, como la huella de que una vez estuvimos allí.
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