El OJO INVISIBLE

[...]
Subimos la escalera, con sus vueltas y revueltas, hasta el tercer piso. Allí la criada me entregó la vela indicándome la puerta.

-En ésta –dijo, escurriéndose escaleras abajo.

Abrí la habitación, verde, era un dormitorio de hostería como todos los demás: el techo bajo y la cama muy alta. Una sola ojeada me bastó para recorrer su interior, después me escurrí hacia la ventana. La casa de doña Murciélago aún no ofrecía nada de particular, solamente que en el fondo de una gran pieza brillaba una lucecita vigilante.

—Bueno —dije corriendo la cortina—; tengo todo el tiempo necesario.

Abrí el lío, me puse una toca de mujer, con amplios adornos, y, con un carbón, me instalé delante del espejo para pintarme las arrugas. En aquel trabajo consumí una hora larga. Después de haberme puesto los vestidos y el mantón me di miedo a mí mismo: doña Murciélago estaba allí, me miraba desde el fondo del espejo. En aquel momento el sereno canta las once. Arreglé con prontitud un maniquí, que había traído, poniéndole la misma ropa que llevaba la bruja, y aparté un poco la cortina.

Después de tener tan estudiada a la vieja y de conocer su astucia infernal, su prudencia y su habilidad, ciertamente, nada me podía sorprender, pero a pesar de todo, sentí miedo. Aquella luz me había descubierto, aquella luz inmóvil, en aquel momento proyectaba su amarillento resplandor sobre el maniquí del campesino de Nassau, el cual, acurrucado junto a la cama, con la cabeza caída sobre el pecho, el gran tricornio derribado sobre la cara y los brazos colgados, parecía sumergido en la desesperación. La sombra, gobernada con arte diabólico, no dejaba ver más que el conjunto de la figura. Solo el chaleco rojo y seis gruesos botones destacaban en las tinieblas.

El silencio de la noche, la inmovilidad completa del personaje y su aire lánguido y abatido, eran a propósito para apoderarse de la imaginación con una fuerza irresistible; yo mismo que estaba sobre aviso, sentí frío en los huesos, ¿qué habría sido de un pobre labrador enteramente desprevenido? Se habría horrorizado y presa del horror hubiera hecho un disparate. Apenas descorrí la cortina divisé a doña Murciélago que estaba al acecho, detrás de los cristales.

No podía verme. Entreabrí suavemente la ventana. La ventana de enfrente también se entreabrió. Luego, me pareció que el maniquí se levantaba poco a poco hacia mí. Yo también me adelanté y, cogiendo la palmatoria con una mano, abrí de repente, con la otras, las dos batientes.

La vieja y yo estábamos cara a cara.

Ella, muerta de estupor, dejó caer el maniquí. Nuestras miradas se cruzaron con igual terror. Ella tendió un dedo; yo también; movió los labios y dio un suspiro y se apoyó; me apoyé. No puedo explicar todo el horror de aquella escena. Había en ella desvarío, alucinación, locura. Era una lucha entre dos voluntades, entre dos inteligencias, entre dos almas, Cada una de las cuales quería aniquilar a su rival, y en aquella lucha, la mía llevaba ventaja. Las víctimas luchaban para mi lado. Después de haber imitado todos los movimientos de la Murciélago, me saqué una cuerda debajo de la falda y la até al soporte de hierro.

La vieja me iba contemplado boquiabierta, me anudé la cuerda al cuello. Sus pupilas se iluminaron, su rostro se descompuso.

—¡No, no! —dijo con voz silbante—. ¡No!

Yo seguí mi obra con la impasibilidad del verdugo. Entonces la rabia se apoderó de doña Murciélago.

—¡Vieja loca! —aulló, irguiéndose y con las manos crispadas obre el alféizar—.¡Vieja loca!

No le di tiempo de continuar. Apagando de un soplo mi luz, me encogí a guisa de hombre que quiere darse un impulso vigoroso, y cogiendo el maniquí, le pasé la cuerda escurridiza por el cuello y lo eché al vacío. Un grito terrible atravesó el espacio.

Después todo volvió a quedar en silencio.El sudor me bañaba la frente. Escuché rato más rato. Al cabo de un cuarto de hora, oí, muy lejos, la voz del sereno, que gritaba:"Ciudadanos de Nuremberg, media noche..., media noche pasada."

—Ahora la justicia está satisfecha —murmuré—. Las tres víctimas están vengadas.¡Señor, perdonadme!

Habían pasado unos cinco minutos desde el último grito del sereno y acababa de ver como la bruja, atraída por la imagen, se precipitaba fuera de la ventana con la cuerda alrededor del cuello y quedaba suspensa de la barrilla. Me di cuenta como el temblorcillo de la muerte ondulaban sobres sus riñones y como la luna quieta, silenciosa, asomando tras el tejado, ponía un rayo de luz pálida y fría sobre la cabeza despeinada. Tal como había visto antes a aquel pobre estudiante, vi a la Murciélago.

Al día siguiente Nuremberg entero sabía que la Murciélago se había ahorcado. Ese fue el último acontecimiento de este cariz que se registró en la calle Minnesoenger.


-Émile Erckmann-
-Alexandre Chatrian-


Fragmento de El ojo invisible, o también llamado el albergue de los tres ahorcados (L'oeil invisible ou l'auberge des trois-pendus) publicado en 1857 por esta pareja de escritores.


Una sombra aparece delante de una ventana, donde solo se puede percibir lo que debería ser un ojo
Imagen by Baronaes

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