EL GLAMOUR

      Hacía tiempo que tenía la costumbre de pasear a altas horas de la noche y a menudo entraba en alguna sala de cine en el transcurso de aquellos paseos. Pero algo más jugó un papel la noche en la que fui a aquel cine situado en una parte de la ciudad que nunca antes había visitado. Una nueva inercia, un estado de ánimo o inclinación que jamás había experimentado parecía guiar mis pasos. Qué difícil resulta definir de una manera precisa el estado de ánimo que me dominaba, porque parecía pertenecer tanto a lo que me rodeaba como a mí mismo. A medida que me adentraba por aquella parte de la ciudad en la que nunca antes había estado, me llamó la atención cierto aspecto de las cosas: una fina aura de fantasía irradiaba de las vistas, los lugares y los objetos ordinarios que se revelaban a un tiempo borrosos y brillantes ante mis ojos.
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Entonces vi la marquesina de un cine, aunque no del tipo que yo frecuentaba. Y es que las letras que deletreaban el nombre de la sala estaban rotas y resultaban ilegibles, y el título en la marquesina estaba igualmente dañado, como si le hubieran lanzado piedras, una serie de intentos por borrar las palabras que finalmente logré descifrar. La película que se anunciaba se titulaba "El Glamour". 
Cuando llegué a la fachada del cine vi que las múltiples puertas que formaban la entrada estaban bloqueadas con tablones atravesados en los que había letreros pegados que advertían que el edificio había sido declarado en ruinas. Esta acción debió tener lugar hace ya tiempo, a juzgar por el estado de deterioro de las planchas de madera que me impedían el paso, y el aspecto avejentado de los avisos pegados en ellas. Sin embargo, cuando me disponía a continuar mi camino, vi que la marquesina estaba iluminada, tristemente encendida con una luz que antes me había parecido el reflejo de una farola cercana. Fue debajo de esa misma farola donde vi una señal a doble cara colocada sobre la acera, un discreto tablón en el que se leía: "ENTRADA A LA SALA".
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Aquella sala de cine era simplemente una imagen virtual, un velo sobre un complejo collage de otros lugares, los cuales compartían ciertas características que se proyectaban en mi rango de visión, como si las cosas que veía estuvieran poseídas por algo invisible. Pero tras permanecer un tiempo en el auditorio y sentarme en una butaca cercana a la pared trasera, fui consciente de que incluso en el nivel de las apariencias se producía un fenómeno peculiar que no había observado antes o que, al menos, todavía tenía que percibir en toda su extensión. Estoy hablando de las telarañas. Cuando entré por primera vez en el cine, las vi adheridas a las paredes y las moquetas. Ahora fui consciente de lo mucho que formaban parte de la sala y lo equivocado que había estado en relación a la naturaleza de aquellas hebras largas y blanquecinas. Incluso bajo la brumosa luz morada, pude observar que habían penetrado en la tela de las butacas de la sala, alterando el tejido en sus profundidades y otorgándole una ligera cualidad de movimiento, como la lenta espiral de un hilo de humo. La misma impresión daba la pantalla, que parecía una enorme red rectangular densamente tejida y con un leve movimiento, una vibración causada por alguna Fuerza invisible. 
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Todas las texturas de la sala parecían afectadas de igual modo, sin control sobre su propia naturaleza, aunque no me alcanzaba la vista hasta la araña de luz. Incluso algunos miembros del público, que eran pocos y estaban muy separados entre sí, apenas se distinguían. Además, debía de haber algo en mi estado de ánimo aquella noche, teniendo en cuenta mi visita a una parte de la ciudad en la que nunca antes había estado, que influía en mi capacidad de visión. Y ese estado de ánimo se había ido incrementando constantemente desde que pisé aquella sala de cine y, sin duda, desde el momento en que reparé en la marquesina que anunciaba una película titulada "El Glamour". Tras sentarme entre la audiencia silenciosamente expectante de la sala, empecé a experimentar una intensificación de este estado de ánimo. 
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Tenía la seguridad de que aquel asiento estaba vacío cuando seleccioné el mío, que todos los asientos de varias hileras alrededor de la mía estaban vacíos. Y me habría dado cuenta si alguien hubiera llegado después y se hubiera sentado directamente detrás de mí. Sin embargo, como uno de esos repentinos escalofríos que anuncian mal tiempo, sentí ahora la certeza de una presencia en mi espalda, una fuerza que me presionaba y provocaba en mí una explosión de gélida euforia. Pero cuando miré hacia atrás, no demasiado rápido pero sí con decisión, no vi ningún ocupante en aquella butaca, ni en ninguno de los asientos entre el mío y la pared trasera de la sala. Continué observando el asiento de atrás, pues mi sensación de que había allí una presencia vibrante no había disminuido. Y mientras lo observaba detecté que la tela del asiento, la red interna de fibras retorcidas, había compuesto la imagen de un rostro (el rostro de una mujer mayor con expresión de ávida maldad) que flotaba entre mechones rebeldes de pelo ensortijado. El semblante era el mismísimo retrato de la atrocidad, una imagen sonriente sedienta de escenarios y ceremonias del caos. Y estaba formada por aquellos cabellos hilvanados. Ahora supe que todas las fibrosas y retorcidas telarañas de aquella sala eran realmente los largos rizos de una vasta maraña de cabellos. Y al descubrir esto, el estado de ánimo que me había poseído aquella velada, que me había conducido hasta una parte de la ciudad que nunca antes había visitado, hasta llegar a aquel cine, se hizo más efusivo y definido. [...]
Pero mi estado de ánimo se desvaneció abruptamente, así como el rostro en la tela del asiento, cuando una voz me habló. —Debe de haberla visto, por la expresión de su cara. Había un hombre sentado a una butaca de la mía. No era la misma persona con la que había hablado antes; el rostro de este hombre era casi normal, aunque su traje estaba cubierto de pelo que no era suyo. —¿Entonces la ha visto? —preguntó. —No estoy seguro de lo que he visto —contesté. Parecía estar a punto de soltar una risilla, y su voz sonaba temblorosa y al borde de una histeria gozosa. —Estaría seguro si hubiera habido un encuentro privado, se lo puedo asegurar. —Estaba ocurriendo algo y luego usted se sentó. —Lo siento —dijo—. ¿Sabía que la sala tiene ahora nuevo propietario? —No me fijé en el horario de los pases.— ¿Los pases? —De la película. —Oh, no hay ninguna película. No lo que entendemos por tal. —Pero debe haber… algo —insistí. —Sí, hay algo —contestó entusiasmado y rascándose la mejilla. —¿Qué, exactamente? Y todas esas telarañas… Pero ahora las luces bajaron de intensidad. —Calle ahora —susurró—. Está a punto de empezar.

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*Fragmento del relato titulado "El Glamour", de Thomas Ligotti, (1991), dentro de su colección "Grimscribe: sus vidas y obras"

Interior de un cine antiguo
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