Una advertencia a los curiosos

[...]
Echamos a andar cuesta arriba hacia la iglesia, y nos metimos por el cementerio. Confieso que pensé que algunos de los que allí yacían podían saber qué nos traíamos entre manos; pero si era así, sabían también que uno de los suyos, por así decir, nos tenía vigilados, por lo que no nos molestaron. Pero me sentía observado como no me he sentido en ningún otro momento de mi vida. Sobre todo cuando salimos del cementerio y cogimos un estrecho sendero flaqueado por dos setos altos, donde corrimos como corrió Christian por aquel valle, y salimos a campo abierto. Seguimos andando junto a nuevos setos, aunque yo hubiera preferido ir por terreno despejado donde pudiera comprobar que no venía nadie detrás de mí. Cruzamos un portillo o dos, torcimos a la izquierda a continuación, y subimos a la loma que terminaba en ese pequeño cerro.

Al acercarnos, Henry Long tuvo la sensación, y yo también, de que había esperándonos lo que sólo puedo llamar oscuras presencias, así como que nos acompañaba una bastante más definida. No puedo daros una idea fiel del nerviosismo de Paxton durante todo este tiempo: respiraba como un animal acosado, y ni Henry ni yo éramos capaces de mirarle a la cara. No nos habíamos parado a pensar qué haría cuando llegásemos al lugar. Se había mostrado tan seguro que nos pareció que no sería difícil. Y no lo fue. Jamás he visto nada como el ímpetu con que se abalanzó sobre un punto concreto del montículo y se puso a cavar, de manera que en pocos minutos casi todo su cuerpo había desaparecido de la vista.

Nosotros nos quedamos de pie, sosteniendo el abrigo con el envoltorio de pañuelos debajo, sin parar de mirar a nuestro alrededor, muy asustados debo reconocer. No se veía a nadie: una fila de abetos oscuros formaba el horizonte detrás de nosotros; a la derecha teníamos más árboles y la torre de la iglesia; casas aisladas y un molino de viento a media milla, a la izquierda; el mar en completa calma, enfrente; los ladridos débiles de un perro en una casa sobre un dique reluciente, entre él y nosotros; la luna llena trazando ese camino que todos conocemos sobre el mar; el susurro eterno de los abetos encima de nosotros, y el del mar. Y en medio de toda esta quietud, muy cerca, la aguda, la intensa conciencia de una hostilidad contenida, como un perro sujeto con una correa que en cualquier momento se puede soltar.

Paxton emergió del agujero y tendió la mano.

—Dénmela —susurró—, desenvuelta.

Abrimos los pañuelos, y cogió la corona.

La luna la iluminó justo en el instante en que la tomaba. No llegamos a tocar el metal, y desde entonces he pensado que fue una suerte. Poco después estaba Paxton de nuevo fuera del agujero y cavaba afanoso con unas manos que ya le sangraban. Sin embargo, rechazó toda ayuda. Lo más trabajoso fue dejar el lugar de forma que pareciese intacto; no obstante —no sé cómo—, lo hizo maravillosamente bien. Y una vez que quedó definitivamente satisfecho, emprendimos el regreso.

Estábamos ya a unas doscientas yardas del montículo cuando dijo Long de repente:

—Un momento; se ha dejado el abrigo. No es prudente. ¿Lo ve allí?

Yo me volví y lo vi, en efecto: el abrigo largo, oscuro, tendido junto a la boca cegada del agujero. Pero Paxton no se había detenido; negó con la cabeza, y alzó el abrigo que llevaba en el brazo. Y cuando le alcanzamos dijo sin inmutarse, como si nada importase ya:

—Aquello no es mi abrigo.

Y en efecto, cuando volvimos a mirar la mancha oscura ya no estaba.
[...]




-M.R. James-

Fragmento de A Warning to the Curious, publicado originalmente en la edición de agosto de 1925 del periódico The London Mercury, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Una advertencia a los curiosos y otras historias de fantasmas (A Warning to the Curious and Other Ghost Stories).

Imagen de un rostro espectral
Imagen by El Espejo Gótico




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