EL HOGAR DE NUESTRA HISTORIA



Lo primero que me llamó la atención al bajarme del autobús fue aquella librería. Era un local antiguo, con la pintura agrietada por la humedad y con una gruesa capa de óxido en la persiana de hierro y en las esquinas del escaparate, donde yacían impasibles algunos ejemplares de clásicos que nadie compraría. 

Era el tipo de lugar que no invita a pasar y sin embargo, te llama en lo más íntimo. 

Así que allí estaba yo, recién llegado; y la librería dándome la bienvenida. 

Pasé de largo y entré en la cafetería de la estación. Me abrí paso entre los fantasmas de las mesas, como algo irreal, me di cuenta de un par de viejecillos que jugaban ruidosamente al dominó en una esquina. El camarero me atendió con una sonrisa y una amabilidad justa y agradecida. Mientras me servía miré el móvil. Nadie se había percatado de mi ausencia. Eso o no les importaba un carajo. 

Observé por la ventana la playa, con aquel mar turquesa, sus aguas tranquilas; que, como todo buen amante daría rienda suelta a su pasión con la caída del sol. Otorgando al entorno un ambiente exótico y misterioso, entre arena, bosques y montañas. 

¿Y qué coño hace aquí una librería? 

Y lo que es peor, ¿qué hago yo aquí? 

Intercambiando banalidades con el camarero, me comentó que el pueblo es un lugar mágico. Lleno de Historia y de historias de la Historia. Un lugar donde lo menos pensado, lo menos esperado, a veces, lo que naturalmente no tiene explicación ocurre. Me habló de la librería. Me contó algo sobre el vendedor, un tipo que llegó hará cosa de un año y se encontró la vida de un héroe. 

Llamada mi curiosidad me acerqué a conocerle. No era el señor Koreander, desde luego… Pero en mi interior era el hombre que me gustaría ser de mayor. Me invitó amablemente a que mirase cuanto quisiera. 

Aquel cementerio de títulos y nombres no tenía nada para mí, pero motivado por la curiosidad le pregunté si tenía algo sobre los muy sanos sentimientos de soledad, autodestrucción, desamparo, indiferencia… Y un largo etcétera. Me sonrió cándidamente y se agachó para coger un volumen de considerable grosor. 

- Este reúne todo lo que me has pedido, creo que puede ser lo que buscas. 

Una breve ojeada me descubrió que la historia que en él se contaba era mi vida e impulsado por el deseo de conocer quise saber el final, si todo se resolvería, pero me di cuenta que estaba en blanco. Miré desconcertado al librero. 

- Recuerda que esta historia se escribe desde aquí – dijo, señalándome el pecho -, el final solo lo puedes escribir tú. Así lo quiso el autor. Pero no se escribe desde las cuatro paredes de tu casa, se hace desde fuera- puntualizó señalando el exterior del establecimiento. 

Y por primera vez, en mucho tiempo, supe que estaba donde tenía que estar. 

Un lugar al que llamar hogar.

Varios libros se acumulan sobre una mesa de madera, abiertos para ser leídos o para escribir su desenlace
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