LLORA COMO UNA MUJER


A mi madre.


       Cuenta la leyenda, pero no es cierto, que mientras marchaba tristemente hacia su exilio, Boabdil, último sultán de Granada, apodado el chico pese a su grandeza, se volvió para contemplar el reino que había entregado, y que allí, en el lugar que tiempo después se llamó El Suspiro del Moro por este hecho, lloró. En sus ojos claros, convertidos en espejo por las lágrimas, el palacio en el que nació, la fortaleza que ganó y defendió, y todo el reino de maravillas que abandonaba a su suerte, a su desgracia. Cuenta la leyenda, pero no es cierto, que su madre, la antaño sultana Aixa, quien había apoyado a su hijo para que ganara aquel reino de manos de su padre, la que lo había alumbrado en ese palacio de fuentes susurrantes, la que lo había visto convertirse en un hombre valiente y noble, la que contemplaba ahora la congoja de aquel hombre devastado, de su hijo más querido, le amonestó con las palabras más duras que la historia recuerda: “Llora como una mujer, lo que no has sabido defender como un hombre”. Ella, que era mujer y no lloraba, ella, su propia madre, que había visto la desgracia cebarse contra el tesoro más preciado de su vida, que comprendía más que él mismo las intrincadas hebras de su alma, ella, que tanto había sufrido, ella… jamás le hubiera dicho tal cosa.

Huelga decir en este siglo de la consciencia, que llorar es tan humano como luchar, como sufrir, como vencer, como amar, como rendirse, tan propio de hombres como de mujeres, solo ajeno a los monstruos que creamos en nuestros infiernos personales. Huelga decir que Aixa lo sabía, que había visto llorar a Boabdil desde su nacimiento, que lo quería como las madres quieren.

En realidad Aixa, cuya grandeza no cabe en frase alguna, fue la primera en detenerse en aquel recodo. La sultana, tan grande, que al perder perdía reinos enteros. Entonces recordó una vida de derrotas personales, ella, que había vivido para ser la luz de un palacio soñado, que había sido amada por el hombre en torno al que orbitaba el mundo entero, que había amado y concebido, ella, que había sido derrotada, desplazada por una esclava indigna, por una falsa fiel que ambicionaba cada ladrillo, cada azulejo, cada fuente, cada suspiro, cada gota de sudor que ella había poseído. Aixa la orgullosa, Aixa la valiente, que había pagado con guerra la deslealtad, que había arrebatado todo un reino por desamor, entregándoselo a su hijo, a su Boabdil, cuyos rubios cabellos había peinado innumerables veces, cuyas lágrimas había enjugado infinitamente con devoción.

Aixa contempló la silueta oscura de su Alhambra, de su hogar, del escenario de tantos milagros y de tantas decepciones, contempló la luz derramada de sus ventanas, la supo en otras manos, manos innobles que la destruirían, que mancillarían su perfección, que ahogarían sus recuerdos, y sintió una decepción inconmensurable, tan honda, que ni las lágrimas acudían a liberarla. Y entonces lo vio. A su Boabdil, que la miraba. Boabdil, su hijo, su alma, que leía la decepción en sus ojos, que veía a su madre, cuya complacencia siempre había buscado aun sin saberlo, abatida por su derrota, por su debilidad. Y lloraba Boabdil, lloraba, no por el reino perdido, no por los patios ni las fuentes, no por el poder, ni por el hogar abandonado, sino por su madre, por haberla decepcionado tanto, por hacerla sufrir más de lo que ya había sufrido.

Acongojada, incapaz de abrir a las lágrimas su corazón demasiadas veces herido, demasiadas veces restañado, endurecido por la larga y triste vida, Aixa, la que había sido la más grande sultana de Granada, la amada, la abandonada, la vencedora, y la derrotada, se aproximó a su hijo, Boabdil, para consolarlo una vez más, como siempre había hecho, como haría siempre hasta perder el último hálito de su vida, y le susurró, y esto es cierto: “Llora tú, hijo, llora… que yo… yo ya no puedo”.

-Alejandro Capaz- (Colaborador)


Una de la puertas de la Alhambra pintada de colores.
Imagen by Pixabay

Comentarios

Entradas populares