EL SABUESO

[...]

¿Hombres lobos? Había leído sobre tales cosas en la biblioteca, palpando libros polvorientos con inquietante fascinación, pero lo que había leído los hacía parecer inocuos y carentes de significado, supersticiones muertas, en comparación con esta cosa que formaba parte de ciudades vastas y enormes, de gentes caóticas del siglo XX, una parte tan inherente que él, David Lashley, se sobresaltaba ante la interminable variación de aullidos y gruñidos del tráfico y de la industria, sonidos al mismo tiempo animales y mecánicos; se retraía con un respingo al ver unos faros en la noche —esos ojos resplandecientes que no pestañeaban—; temblaba sin control si oía a las ratas arrastrarse por un callejón, o si avistaba por las tardes las formas ensombrecidas de unos flacos perros callejeros buscando comida en un terreno baldío.

Alguien que resollaba y husmeaba, había dicho su madre. Qué mejores palabras podían desearse para describir el fisgoneo persistente e inquisidor de la bestia que en sus sueños había permanecido agazapada frente a la puerta de su cuarto durante toda la noche, y que finalmente había logrado abrirse paso para plantarle sus sucias patas sobre el pecho. Por un momento vio, como sobreimpreso en el techo amarillo y en los chillones paneles de anuncios del tranvía, su hocico deformado, los ojos rojos como metal fundido, espeso y espumoso, las fauces que babeaban un aceite negro y denso.

Desesperado, miró a los demás pasajeros, intentando borrar esa visión, pero ésta parecía haber caído sobre ellos, infectándolos, dando a sus facciones un feo aspecto canino, la mandíbula laxa y contraída de una rubia, que por lo demás era guapa, la cabeza estrecha y los ojos muy abiertos de un mecánico sin afeitar, que regresaba del turno de noche.

Buscó refugio en el periódico abierto del hombre que estaba sentado a su lado; lo estudió atentamente, sin importarle la impresión de descortesía que estaba dando. Pero en las caricaturas había un lobo, de modo que apartó rápidamente la vista y se puso a mirar a través del sucio cristal cómo iban quedando atrás los comercios. Lentamente, la sensación de opresiva amenaza comenzó a ceder un poco. Pero la caricatura había establecido otro contacto en su mente, el recuerdo de una caricatura de la primera guerra mundial.

No podía precisar qué había representado en aquella caricatura el lobo o sabueso —la guerra, el hambre o la crueldad del enemigo—, pero había vagado como un fantasma por sus sueños durante semanas, agazapado en los rincones, esperándolo en lo alto de las escaleras. Más tarde, había intentado explicar a los amigos los horrores que pueden hallarse en los simbolismos y personificaciones concretas de una caricatura interpretada ingenuamente por un niño, pero había sido incapaz de expresar su idea.

El revisor aulló el nombre de una calle del centro y, una vez más, David volvió a perderse entre la multitud, encontrando alivio en el incesante movimiento, en el roce de hombros contra el suyo. Pero cuando el reloj de control emitió su ¡bong! dilatado y musical y David se volvió para meter la ficha en la ranura, la chica del escritorio levantó la vista y comentó:

—¿No vas a marcar también la ficha de tu perro?

—¿Mi perro?

—Bueno, estaba ahí hace sólo un segundo. Entró justo detrás de ti. Daba la impresión de que le pertenecías, quiero decir, que te pertenecía. —Emitió una breve risita nasal—. Supongo que se tratará de uno de los mastines de la señora Montmorency, que ha venido a inspeccionar las condiciones de la clase trabajadora.

David continuó mirándola inexpresivamente.

—Es un chiste —le explicó la muchacha, con paciencia, y volvió a su trabajo.

Se descubrió a sí mismo mascullando trivialmente un «tengo que dominarme», mientras el ascensor lo conducía silenciosamente al sótano. Siguió repitiéndoselo mientras iba a toda prisa hacia los vestuarios, dejaba su chaqueta y el almuerzo, se cepillaba rápida y cuidadosamente el pelo, y volvía a recorrer a toda prisa los pasillos aún desiertos, para terminar deslizándose detrás del mostrador de calcetines y pañuelos.

—Son los nervios. No estoy loco. Pero tengo que dominarme —murmuró.

—Claro que estás loco. ¿Acaso no sabes que hablar en voz alta y no reparar en nadie es el primer síntoma de locura?

Gertrude Rees se había detenido mientras iba rumbo a la zona de corbatas. El cabello castaño claro, esmeradamente ondulado y ordenado, le enmarcaba el rostro serio, y no demasiado bonito.

—Lo siento —murmuró—. Estoy nervioso.

¿Qué más podía decir? Incluso a Gertrude. La muchacha le hizo una mueca compasiva. Deslizó la mano a través del mostrador y le apretó la suya por un momento. Pero incluso mientras observaba cómo se alejaba, y sus manos sacaban automáticamente las cajas de exposición, la nueva pregunta le martilleó furiosamente en la mente. ¿Qué más podía decir? ¿Qué palabras podían utilizarse para explicarlo? Y lo que es más, ¿a quién podía decírselo? En la mente se le imprimieron una docena de nombres, pero fueron rápidamente desechados.

Quedó uno. Tom Goodsell. Se lo diría a Tom. Esa noche, después de la clase de primeros auxilios.

Los compradores ya comenzaban a invadir el sótano. ¿Dice que su marido gasta la talla once, señora? Sí, tenemos nuevos estampados. Éstos son de seda e hilo de Escocia. Pero su número siempre creciente no le daba ninguna sensación de seguridad. Atestando los pasillos, se convertían en formas tras las cuales podía ocultarse algo. No cesaba de escudriñarlos. Un niño que se aventuró a meterse detrás del mostrador y lo empujó a la altura de la rodilla le dio un susto de muerte.

El almuerzo llegó pronto para él. Estuvo en los vestuarios a tiempo para asir a Gertrude Rees justo cuando se apartaba, vacilante, del oscuro vano de la puerta.

—Hay un perro —dijo entre jadeos—. Es enorme. Me ha dado un susto tremendo. Me pregunto de dónde habrá salido. Ten cuidado. Tenía un aspecto muy feo.

Pero David, empujado por una repentina temeridad nacida del temor y del espanto, se encontraba ya dentro y encendía la luz.

—No veo ningún perro —le dijo a la muchacha.

—Estás loco. Tiene que estar ahí. —Su cara se asomó cautelosamente a la puerta y se alargó por la sorpresa—. Te digo que... Bueno, supongo que debe de haber salido por la otra puerta.

David no le dijo que la otra puerta estaba cerrada con pasador.

—Imagino que lo traería algún cliente —prosiguió ella, nerviosamente—. Algunos dan la impresión de que no pueden hacer las compras a menos que vayan acompañados de un par de galgos rusos. Aunque esa clase de clientes no suelen meterse en el sótano de oportunidades. Supongo que deberíamos buscarlo antes de almorzar. Tenía un aspecto peligroso.

David casi no la había oído. Sólo había notado que su armario estaba abierto y que habían arrancado su abrigo y yacía en el suelo. Habían abierto la bolsa de papel marrón que contenía su almuerzo y habían examinado su contenido, como si un animal lo hubiera olisqueado. Al agacharse, vio que los emparedados estaban cubiertos de unas manchas negras y grasientas; un rancio olor que le resultaba familiar le subió hasta las narices.


-Fritz Leiber-

Fragmento de "The Hound", publicado originalmente en la edición de noviembre de 1942 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1947: Los agentes negros de la noche (Night's Black Agents).


Los ojos del licántropo... guardan e infunden terror.
Imagen by Bitácora de lengua 2009

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