NIEVE


Se asomó al balcón. No podía dejar de mirar, una y otra vez, aquella majestuosa montaña con una capa de nieve reluciente. Bajo el sol, era aún más blanca. Quería tocarla. Quería sentirla en su piel. Quería saber cómo era un blanco tan puro, que se le antojaba imposible. 

Jamás había visto algo así. Le parecía increíble que la naturaleza fuera tan sabia, tan hermosa, tan perfecta. Tenía que ir, sí. 

Se vistió, se abrigó bien y subió en coche hasta donde los caminos permitían. Estaba anocheciendo y quedaba poca gente. La temperatura era tan baja que el aire se hacía insoportable en las zonas de su piel que quedaban al descubierto. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y apretó el paso. Quería intentar llegar a aquel pico antes de que oscureciera del todo. 

No conocía la zona, así que no podía confiarse mucho. Pero tenía que aprovechar el momento. “Carpe diem”, que dicen por ahí. Y por fin llegó a las faldas de aquella ladera tan blanca, tan lisa, tan virgen. Se agachó y tocó la nieve. Estaba helada, le quemaba la piel; sus manos se entumecieron. Nunca había visto la nieve antes, y todo le resultaba sorprendente; cualquier detalle despertaba su curiosidad. 

Intentó hacer una bola y lanzarla, aunque estaba sola, pero siempre había querido hacer eso. Una guerra de bolas de nieve, un muñeco con una enorme panza y una zanahoria por nariz. Eso que en otros países es normal en invierno, y que es la antesala de la Navidad. Eso que se veía en las películas americanas, a miles de kilómetros de allí. 

Se tiró al suelo e hizo el ángel en la nieve; quienes la vieran, pensarían que estaba loca. Y sí, tal vez lo estaba, pero sólo un poco. Se dio cuenta entonces de que se estaba quedando helada porque la nieve -¡oh, sorpresa!- mojaba, y mucho. 

Un manto blanco infinito se extendía ante sus ojos. Quería captar cada onda, cada pico, cada curva, cada centímetro de aquella montaña nevada. Caminó unos pasos al frente, contempló extasiada y no se dio cuenta de dónde pisaba. Se precipitó al vacío irremediablemente. 

Despertó en una habitación de hospital. No sabía dónde estaba, no recordaba las horas anteriores ni lo que había sucedido. Le dijeron que estaba en el balcón de su apartamento y que, al parecer, se había acercado demasiado a la barandilla; que tal vez se había resbalado o apoyado demasiado. Dijo entonces que había estado en la nieve, en la montaña, y todos se rieron; vivían en el Valle del Guadalquivir y allí lo único elevado que había eran los puentes. Y, sin embargo, ella aún sentía sus manos heladas y mojadas.


Sierra Nevada sobre las casas.
Imagen by Rocío Liáñez Andrades

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