CULTO SECRETO

—Ha llegado la hora —oyó, justo detrás de él, la voz grave de Kalkmann expresándose con tono implacable—. Ya casi es medianoche. Preparémonos. ¡Ya viene! ¡El hermano Asmodelius viene! —Su voz parecía entonar un canto.

El sonido de aquel nombre, por alguna razón inexplicable, era terrible, absolutamente terrible. Harris se puso a temblar de los pies a la cabeza al oírlo. En el momento de pronunciarlo el aire había retumbado levemente y se había hecho el silencio en toda la habitación. Sintió alrededor de él unas fuerzas que transformaban lo normal en algo espantoso, y un miedo atroz le recorrió todo su ser llevándole al borde del colapso. ¡Asmodelius! ¡Asmodelius! Aquel nombre le horrorizaba. Ya sabía a quién hacía referencia y cuál era el significado que se ocultaba tras el sonido de aquella poderosa palabra. En aquel preciso instante supo también el significado de la palabra que había sido incapaz de recordar. La transcendencia de la palabra Opfer se le reveló a su alma con un mensaje de muerte.

Pensó hacer un último intento desesperado de alcanzar la puerta, pero la debilidad de sus rodillas, que no paraban de temblar, y la fila de figuras negras que se interponían entre él y su objetivo, le disuadieron de inmediato. Habría gritado pidiendo auxilio, pero al recordar el inmenso vacío del edificio y la soledad de su emplazamiento, comprendió que no obtendría ninguna ayuda por esa vía, de modo que no abrió la boca. Permaneció inmóvil, sin hacer nada y, sin embargo, sabía muy bien lo que le esperaba. Dos Hermanos se le acercaron y le tomaron del brazo con mucha delicadeza.

—El hermano Asmodelius le acepta —le susurraron—. ¿Está listo?

Entonces recuperó el habla y trató de decir algo:

—¿Pero qué tengo que ver yo con ese tal hermano As... Asmo...? —tartamudeó, mientras un torrente de palabras pugnaban por salir en vano del cerco de su titubeante lengua.

Sus labios se negaban a pronunciar aquel nombre. No sabía pronunciarlo como hacían los demás. Le era del todo imposible. La sensación de hallarse indefenso entró en su fase más aguda; su incapacidad para decir aquel nombre hizo que su mente volviera a sumirse en una horrible confusión y entró en un estado de máximo nerviosismo.

—Vine aquí para hacer una visita amistosa —trató de decir con un gran esfuerzo, pero oyó con espanto cómo su voz decía algo muy distinto, utilizando precisamente la misma palabra que los demás habían usado—. Vine aquí por propia voluntad como Opfer —se oyó decir— y estoy plenamente dispuesto.

Ya no había salvación posible. No sólo su mente, sino también sus músculos habían dejado de obedecerle. Tenía la sensación de hallarse vacilando en los confines de un mundo fantasmal o demoníaco, cuyo amo y señor respondía al nombre que habían pronunciado y en el cual aquella palabra constituía la suprema expresión del poder. Todo lo que vio y oyó a partir de entonces le pareció una pesadilla.

—En la penumbra que oculta toda verdad, preparémonos para el culto y la devoción —salmodió Schliemann, que le había precedido hasta el fondo de la habitación.

—Envueltos en las brumas que protegen nuestros rostros de la presencia del Negro Trono, preparemos a la víctima voluntaria —respondió la voz grave de Kalkmann.

Todos alzaron los rostros y permanecieron a la escucha. Entonces el aire retumbó con un estruendo similar al de un potente proyectil que llegara desde una lejanísima distancia; era un sonido impresionante, prodigioso. Las paredes de la habitación temblaron.

—¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Ya viene! —entonaron todos los Hermanos a coro.

El estruendo se fue apagando; una atmósfera de quietud y un frío glacial se extendieron sobre la habitación. Entonces Kalkmann, con una expresión de extrema severidad, se dio la vuelta en la penumbra y se puso de cara a los demás.

—Asmodelius, nuestro Gran Hermano, está entre nosotros —gritó con su voz férrea en la que, sin embargo, se apreciaba un cierto temblor—. Asmodelius está entre nosotros. Disponedlo todo.

Siguió luego una pausa durante la cual todos permanecieron inmóviles y sin decir nada. Un Hermano muy alto se acercó al inglés, pero Kalkmann le sujetó la mano.

—No le tapéis los ojos —dijo—, en señal de reconocimiento a su entrega voluntaria. —En aquel momento Harris se dio cuenta, con horror, de que ya tenía las manos atadas a los costados.

[...]

Aún en su distante esplendor aquella figura resultaba inmensa, imponente, horrible. Su rostro, aunque rebosaba poderío espiritual, expresaba tal orgullo y una tristeza tan severa, que Harris, al contemplarlo, sintió que sus ojos no podrían aguantar su visión y que, en cualquier momento, su vista le abandonaría y se disolvería en la nada. Aquella figura que se mantenía suspendida en el aire parecía tan remota e inaccesible que resultaba imposible determinar su tamaño; pero, al mismo tiempo, su presencia se sentía tan próxima que, cuando el resplandor gris de su semblante quebrado, tan poderoso y tan profundamente triste, se abatió sobre su alma, irradiando como una negra estrella los poderes de la perversión espiritual, Harris tuvo la sensación de contemplar un rostro que no se encontraba más lejos que el de cualquiera de los Hermanos que tenía a su lado.

Entonces la habitación se llenó de sonidos y comenzó a temblar. Harris comprendió que se trataba de las voces rotas de todas las víctimas que le habían precedido a lo largo de los años. Lo primero que oyó fue un grito breve y agudo, como de un hombre que en su última agonía tratara desesperadamente de respirar, para acabar pronunciando, justo antes de expirar, el nombre de su Amo, de aquel Ser que se regocijaba al oírlo. Luego siguieron los gritos del estrangulamiento, los jadeos breves y continuos de la asfixia y el gorgoteo apagado de una garganta oprimida. Los ecos de estos gritos y de muchos otros resonaban encerrados entre aquellas cuatro paredes, las mismas en las que Harris, la nueva víctima propiciatoria, estaba prisionero. Pero más desgarradores aún que los gritos de los cuerpos destrozados eran los de las almas golpeadas y quebrantadas.

Y mientras los alaridos de aquel espantoso coro subían y bajaban de intensidad, aparecieron también los rostros de las criaturas desdichadas y perdidas a las que pertenecían las voces. Contra el telón de fondo de aquella tenue luz gris, desfilaba en el aire un cortejo de semblantes pálidos y lastimeros que balbucían palabras dirigidas a él y parecían hacerle gestos con la mano para que se les uniera como si ya fuera uno más de ellos. La gigantesca figura gris, mientras se alzaba el coro de voces y el pálido cortejo iba pasando de largo, fue descendiendo lentamente del cielo y se acercó a la habitación donde se encontraban sus fieles y el prisionero. Harris, en medio de la oscuridad, advirtió junto a él un movimiento de manos y se dio cuenta de que le staban poniendo algo.

Sintió el tacto helado de una diadema que le rodeaba la cabeza, mientras que, en torno a su cintura, por encima de sus manos atadas, le colocaban una correa muy apretada. Finalmente, sintió alrededor de su cuello un roce sedoso y suave; no necesitaba una luz más intensa o un espejo para saber que se trataba de la cuerda del sacrificio... y de la muerte. En aquel momento los Hermanos, que seguían postrados en el suelo, volvieron a entonar aquel canto lastimero a la par que vehemente y, justo entonces, ocurrió algo extraño. Aunque aparentemente la enorme figura no se había movido ni había cambiado de posición, ahora parecía encontrarse dentro de la habitación, casi a su lado, abarcando todo el espacio que le rodeaba. Harris había traspasado las fronteras normales del miedo, en su corazón sólo palpitaba ya el sentimiento de abandono que precede a la muerte... a la muerte del alma. El pensamiento había dejado de acuciarle para que intentara escapar. El fin estaba cerca, y lo sabía.

La espantosa salmodia de las voces se alzaba en torno suyo a oleadas: ¡Adoramos! ¡Veneramos! ¡Ofrecemos! Aquellos sonidos retumbaban en su oído y rebotaban contra su cerebro sin transmitirle apenas ningún significado. Entonces, aquel majestuoso rostro gris se agachó lentamente hacia él, y Harris sintió que el alma se le escapaba del cuerpo y se hundía en el mar de aquellos ojos atormentados. En aquel preciso momento, una docena de manos le forzaron a ponerse de rodillas. Vio a Kalkmann alzar el brazo y sintió que la presión en torno a su garganta se hacía más intensa.

En ese instante terrible, cuando ya había abandonado toda esperanza y cualquier tipo de ayuda, divina o humana, parecía descartada, sucedió algo extraordinario. De forma totalmente inesperada, sin ninguna explicación lógica, ante sus ojos aterrorizados a punto ya de cerrarse apareció, envuelto en un halo de luz, el rostro del otro hombre que había compartido mesa con él en la posada de la estación. La sola imagen mental del rostro sano y enérgico de aquel inglés le infundió de pronto nuevos bríos. No había sido más que un destello fugaz que había cruzado su debilitada visión justo antes de hundirse en una muerte oscura y terrible y, sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, la imagen de aquel rostro le había llenado de esperanza, haciéndole sentir que su liberación estaba próxima. Era un rostro que transmitía poder, un rostro —ahora se daba cuenta— de pura bondad; similar quizá al que los hombres de la antigüedad vieron en las costas de Galilea: un rostro capaz de derrotar incluso a los diablos del espacio exterior.

Aunque estaba ya sumido en la desesperación y el abandono, lo invocó con tono decidido. En aquel momento sobrecogedor recuperó el habla. Nunca llegó a recordar cuáles fueron las palabras que empleó o si fueron palabras alemanas o inglesas. No obstante, su efecto fue instantáneo. Los Hermanos comprendieron y aquella gris Presencia del mal también comprendió. Durante un segundo reinó la confusión. Se escuchó un estruendo ensordecedor. Era como si la tierra entera se hubiera puesto a temblar. Pero, lo único que Harris recordaría más tarde fue que, en torno de él, se alzó un clamor de voces presas de una terrible alarma:

—¡Hay un hombre con poder entre nosotros! ¡Un enviado de Dios!

El tremendo ruido que ya oyera antes —aquel tronar de inmensos proyectiles surcando el espacio— se repitió, y entonces Harris se desplomó inconsciente sobre el suelo de la sala. Toda la escena se disipó como el humo que sale de una chimenea al soplar el viento.




-Algernon Blackwood-
fragmento de "Secret Worship" publicado en la antología de 1908: "John Silence: médico extraordinario" "John Silence, Physician Extraordinary".

El título del relato aparece en grande junto con el ser demoníaco y los hermanos de culto
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