Cita en Averoigne

[...]

-Que tengáis dulces sueños -deseó el señor du Malinbois. La sonrisa que acompañó a sus palabras era tan turbadora como el tono pringoso y sepulcral con que las pronunció.


Cuando salió y cerró la puerta, un profundo alivio reconfortó a los dos jóvenes. Un alivio que apenas alteró el chasquido de una llave en la cerradura de la puerta. Gerard inspeccionó la estancia y se acercó a su única ventana; a través de ella sólo vio la opresiva oscuridad de una noche muy cerrada, como si todo el lugar estuviera sepultado bajo tierra y asfixiado por el moho. Después, poseído por un acceso de ira a causa de su separación de Fleurette, se precipitó contra la puerta y la golpeó, en vano, con sus puños. Dándose cuenta de la inutilidad de su acción, desistió y se giró hacia el criado.

-Bueno, Raoul -dijo-, ¿qué te parece todo esto?

Antes de contestarle, Raoul se persignó y su rostro devino la encarnación de un terror inmenso.

-Creo, messieur -contestó al fin-, que nos han echado un maléfico hechizo, y que los cuerpos y almas de vos, yo, mademoiselle Fleurette y dama Angelique corren mortal peligro.

-Soy de la misma opinión -repuso Gerard-. Lo mejor será dormir por turnos. El que esté de guardia empuñará el garrote de carpe. Pero antes voy a afilarle el extremo con mi daga. Estoy convencido de que sabrás cómo usarlo si tenemos visita. Pues si tal cosa sucede, no me cabe la menor duda de quiénes serán y cuáles serán sus propósitos. Estamos en un castillo irreal en calidad de invitados de gente que lleva muerta, o presumiblemente muerta, más de doscientos años. Y esos seres, cuando despiertan, practican una serie de hábitos que, supongo, no hace falta que te explique.

-Decís bien, messieur -dijo Raoul sin poder reprimir un estremecimiento, pero mirando con vivo interés cómo Gerard afilaba el bastón.

Dejó el extremo aguzado como una lanza; escondió con cuidado las virutas. Incluso labró en la madera una pequeña cruz en medio del garrote pensando que, de este modo, quizá aumentaría su eficacia o los preservaría de ser molestados. Acto seguido, bastón en mano, se sentó sobre la cama; desde allí dominaba toda la estancia entre las cortinas.

-Duerme tú primero, Raoul -le indicó el diván, que estaba cerca de la puerta.

Durante algunos minutos se cruzaron unos pocos comentarios más. Tras oír el relato de Raoul sobre cómo Fleurette, Angelique y él mismo habían sido atraídos por los gritos de auxilio de una dama entre los pinos y habían sido incapaces de volver al camino, el trovador cambió de tema. Para contrarrestar la torturante preocupación por Fleurette, comenzó a hablar frívolamente sobre asuntos que nada tenían que ver con su actual situación. De repente, notó que Raoul ya no le replicaba: se había dormido. En contra de su voluntad y los temores que lo acechaban, casi inmediatamente se apoderó de él un irresistible cansancio. A través de su imparable somnolencia, percibió un susurro como de alas que batían por los corredores del castillo; captó la pronunciación sibilante de voces ominosas, como las de los allegados que responden a invocaciones de magos, y creyó oír, aun en las bóvedas, torres y estancias más apartadas, pisadas de pies que se apresuraban a cumplir secretos y malignos cometidos. Pero pronto una negra malla de olvido se cernió sobre su cabeza y la sitió implacablemente, hasta ahogar los recelos de sus agitados sentidos.

Cuando al fin despertó, las velas se habían consumido por completo; una artificial claridad diurna se filtraba por la ventana. El garrote seguía en su mano y, aunque continuaba con los sentidos embotados a causa del extraño sueño, fue consciente de que nada malo le había sucedido. Pero al mirar entre las cortinas, descubrió que Raoul yacía sobre el diván mortalmente pálido, exangüe, con apariencia de moribundo agotado. Corrió hacia él. Una pequeña herida escarlata le brillaba en el cuello; el pulso le latía muy despacio, débilmente, como cuando se ha perdido mucha sangre. Tenía un aspecto muy mustio, como si la vida ya no corriese por sus venas. Un penetrante aroma emanó del diván, evocación espectral del perfume de dama Agathe. Tras muchos esfuerzos, Gerard consiguió incorporar al sirviente. Raoul estaba muy débil y somnoliento. No podía recordar nada; le invadió un profundo horror al darse cuenta de lo que le había sucedido.

-La próxima vez será vuestro turno, messieur -gritó-. Los vampiros nos retendrán entre estos muros con sus malas artes hasta haber bebido nuestra última gota de sangre. Sus hechizos son como la mandrágora o los brebajes narcotizantes de Catay, nadie se puede resistir a ellos.


Clark Ashton Smith 
fragmento de A rendezvous in Averoigne,
publicado en las ediciones de abril y mayo de 1931 de la revista Weird Tales


Una gigante garra deminíaca se apoya sobre el dintel de un gran arco de entrada a un mausoleo
Imagen by Mythosys

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