El tonel de amontillado

Había yo soportado hasta donde me era posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha ofendido.
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Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.

-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.

-¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval…!

-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y quiero salir de ellas.

-¡Amontillado!

-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que…

-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.

-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.

-¡Ven! ¡Vamos!

-¿Adónde?

-A tu bodega.

-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi…

-No tengo nada que hacer; vamos.

-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.

-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.

Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.

No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.

Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.

Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
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-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.

-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.

-Es cierto -repliqué-. El amontillado.

Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.

Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.

Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.

Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.

-¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!

-¡El amontillado! -dije.

-¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!

-Sí-dije-. Vámonos.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-. Por el amor de Dios.

Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:

-¡Fortunato!

Silencio. Llamé otra vez.

-¡Fortunato!

No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!




Fragmento de "The Cask of Amontillado"
Edgar Allan Poe -1846.

Traducción de Julio Cortázar

Una sombra camina por una sombría y lúgubre catacumba abovedada
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