El fantasma de Canterville
El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinándose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.
Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría.
Sobre el tapiz de un verde apagado estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lindas manos le hacían señas de que retrocediese.
-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. No sigas. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.
Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían guiños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse una negra caverna.
Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que alguien tiraba de su vestido.
-Deprisa, deprisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.
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