Onuphrius, o las vejaciones fantásticas de un admirador de Hoffmann.

Por fin, la carretera desembocó en la llanura. Onuphrius hundió sus espuelas en los ijares del caballo; caía el día y parecía como si el animal comprendiera lo importante que le era a su amo llegar a su destino. Sus cascos apenas tocaban la tierra y, sin las chispas que surgían de vez en cuando al chocar con algún guijarro, se habría creído que el corcel volaba. Pronto, una blanca espuma envolvió como una gualdrapa de plata su pecho de ébano; eran más de las siete cuando Onuphrius llegó junto al castillo: Jacintha ya se había marchado. El señor de *** se deshizo en cortesías, habló de literatura con él, y acabó proponiéndole una partida a las damas. Onuphrius se vio obligado a aceptar, aunque toda clase de juego le aburría mortalmente. Trajeron el tablero. El señor de *** se quedó con las fichas negras, Onuphrius con las blancas; empezó la partida; los jugadores estaban más o menos igualados, por lo que transcurrió bastante tiempo antes de que la balanza se inclinase a uno u otro lado. De pronto ésta se inclinó del lado del anciano caballero; sus fichas avanzaron con una inconcebible rapidez, sin que Onuphrius, pese a todos sus esfuerzos, pudiera oponerles ninguna resistencia. Preocupado como estaba por las ideas diabólicas, su mala suerte no le pareció natural, por lo que redobló su atención, acabando por descubrir, al lado del dedo que le servía para mover sus fichas, otro dedo flanco, nudoso, acabado en garra (que primero tomó por la sombra de su propio dedo), que empujaba sus damas sobre la línea blanca, mientras que las de su adversario desfilaban en procesión por la línea negra.

Onuphrius empalideció y se le erizaron los cabellos. Sin embargo, volvió a colocar sus fichas en el debido lugar y siguió jugando. Se convenció de que aquel otro dedo no era más que su sombra y, para persuadirse totalmente, cambió la bujía de sitio; la sombra pasó al otro lado y se proyectó en sentido inverso, pero el dedo con la garra se quedó firme en su sitio, desplazando a las damas de Onuphrius y empleando todos los medios posibles para hacerle perder. Por lo demás, no quedaba la menor duda: el dedo estaba adornado con un grueso rubí. Onuphrius no llevaba ningún anillo.

—¡Por Dios! ¡Esto es demasiado! —exclamó dando un fuerte puñetazo sobre el tablero y levantándose bruscamente— ¡Viejo canalla! ¡Viejo bandido!

El señor de ***, que le conocía desde su infancia y que atribuyó esta salida de tono al despecho de haber perdido, se echo a reír y luego pasó a ofrecerle al joven irónicos consuelos. La cólera y el terror se disputaban el alma de Onuphrius. Cogió su sombrero y se marchó. La noche era tan negra que se vio obligado a poner el caballo al paso. Apenas se divisaba una estrella asomada por alguna grieta de las nubes; los árboles del camino parecían grandes espectros con los brazos extendidos; de vez en cuando un fuego fatuo cruzaba el sendero, el viento silbaba en las ramas de manera singular. La hora avanzaba y Onuphrius no llegaba; no obstante, los cascos de su caballo resonaban sobre el suelo demostrando que no se había extraviado. Una ráfaga desgarró la niebla y reapareció la luna; pero en vez de ser redonda era ovalada. Onuphrius, considerándola con gran atención, vio que mostraba un casquete de tafetán negro, y que se había enharinado las mejillas; sus rasgos se dibujaban con más claridad y el pintor y alargado de su íntimo amigo Jean-Garpard Deburau, el buen payaso de los Funámbulos, que le contemplaba con una expresión indefinible de malicia y bondad.



Onuphrius ou les vexations fantastiques d'un admirateur d'Hoffmann
Theophile Gautier, 1832


Onuphrius, relato fantástico clásico de Théophile Gautier
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