La leyenda del astrólogo árabe

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-¡ Oh sabio hijo de Abu Ayub! -pronunció con voz trémula por la emoción, el soberano-. Eres, en verdad, un viajero y has visto y aprendido cosas maravillosas. Procura en tu erudición un paraíso semejante para mí, y pídeme en premio lo que quieras, no importa que sea la mitad de mi reino. - 

Bien sabéis, ¡oh Rey!, que soy un anciano y un filosofo que con poco se satisface. Sólo os pido que se me entregue la primera bestia con su carga que entre por el mágico portal del palacio que he de construir. Aceptó contento el soberano tan parca condición, y comenzó su tarea el astrólogo. En la cúspide de la montaña que se elevaba sobre sus aposentos subterráneos, erigió Ibrahim una gran barbacana que conducía al centro de una poderosa torre. Dispuso un pórtico exterior con un arco elevado, y dentro el umbral, guardado por macizas puertas. En la clave del dintel esculpió una llave enorme el sabio, y en la clave también del pórtico exterior, que estaba más alta que aquélla, grabó una mano gigantesca: poderosos talismanes los dos símbolos, ante los cuales pronunció frases y sentencias en lengua desconocida.

Cuando quedó terminado este vestíbulo, se encerró en su gabinete astrológico, entregado a encantamientos ocultos. Salió al tercer día para subir a la montaña, y en la cima estuvo, hasta que a hora bien avanzada de la noche, descendió, dirigiéndose a la presencia de Aben Habuz, a quien dijo: -¡Al fin, oh Rey! , he terminado mi labor. Sobre el ápice de la montaña se yergue uno de los palacios más deleitosos ideados por la fantasía humana y que mejor puede halagar los latidos del corazón: encierra suntuosos salones y galerías, vergeles primorosos, fuentes de purísima agua, baños fragantes. Toda la montaña, en una palabra, ha quedado convertida en paraíso; y, lo mismo que el jardín de Irem, lo protege un encanto poderoso y eficaz que lo esconde de la mirada y de la ambición de los mortales, excepto de los que poseen el secreto de sus maravillosos talismanes. 

-¡Gracias y mercedes! - contestó, regocijado en triunfo, Aben Habuz-. Con la luz del alba subiremos al palacio y nos posesionaremos de él.

El afortunado monarca apenas durmió aquella noche. No había asomado los rayos solares por la blanca cumbre de Sierra Nevada, y ya montaba Aben Habuz su corcel, acompañándole contados de su séquito, elegidos expresamente por el, ascendiendo la estrecha pendiente que llevaba a lo más alto. A su lado derecho, sobre blanco palafrén, montaba la princesa goda, engalanada de joyas y colgando de su cuello la lira de plata. El astrólogo iba al costado izquierdo del soberano, a pie, porque nunca cabalgó, apoyando los pasos en el báculo labrado de jeroglíficos. Aben Habuz mostraba ansias, que no lograba satisfacer, de ver el refulgente palacio y las primorosas umbrías de sus jardines extendiéndose a lo largo de las alturas: nada vislumbraba su afán. Le dijo el astrólogo a una pregunta: - Ese es precisamente el misterio y esa es la salvaguardia del lugar: no divisarlo hasta que, cruzada su hechizada puerta. nos haya puesto en posesión del palacio. Cuando estaban ya en el pórtico, se detuvo Ibrahim y señaló al rey la mano y la llave esculpidas en el arco.

-Estos son -recalcó- los talismanes que guardan la entrada de nuestro paraíso: hasta que la mano no alcance la llave y de ella se apodere, no habrá poder terrenal ni artificio mágico que prevalezca contra el señor de esta montaña. 

Mientras Aben Habuz contemplaba embobado y maravillado los dos talismanes emblemáticos, fue adelantando el palafrén de la princesa cristiana, que cruzó el pórtico y la adentró en los umbrales. Exclamó todo jubiloso y radiante, el astrólogo:

-¡Oh, la recompensa que me tenéis prometida! Hela aquí: la primera bestia con su carga que ha traspasado la mágica puerta. 

Sonrió Aben Habuz ante lo que creía ironía del venerable sabio; pero al verle anhelante por el premio, le dominó una cólera tal que se le erizaron las barbas. Dijo, en tono duro:

-Hijo de Abu Ayub, ¿qué pretendes? Comprendes de sobra el significado de mi promesa: la primera bestia de carga que penetrara por ese portal. Hazte dueño de la mula más recia de mis establos, cárgala con lo más preciado de mi tesoro, y cruce ese pórtico: tuya será, con cuanto lleve. Pero no te atrevas a elevar tus aspiraciones hasta la mujer que es la alegría de mi corazón.

 -¿Para qué quiero yo las riquezas? - clamó desdeñosamente, el astrólogo -. ¿Es que no soy dueño del libro de la erudición de Salomón el Sabio, y por él tengo a mi disposición los más escondidos tesoros de la tierra? Dada está vuestra real palabra: por derecho me pertenece la princesa cristiana, y como mía la reclamo. 

Miró altivamente la cautiva desde su palafrén, dibujando sus sonrosados labios una sonrisa desdeñosa ante la ardiente disputa que empeñaba aquella delirante senectud por la posesión de la gracia y de la belleza juveniles. Perdió toda prudencia el monarca. que rugió colérico:

-¡Hijo vil y ruin del desierto! Podrás dominar el encanto de muchos artificios, pero no mi poderío: ¡no intentes burlar a tu señor y a tu rey!

-¡Mi señor, mi rey! - repuso, mofándose, el astrólogo -. ¡El soberano de una maciza montaña reclamando imperio y autoridad sobre el poseedor de los talismanes de Salomón! Bien te halles, Aben Habuz: manda en tu despreciable reino y vive engañado entre las fingidas esperanzas de que quieres rodearte como paraíso. Me gozaré en mi retiro filosófico riéndome de tus necedades.

Diciendo esto, se apoderó de las bridas del palafrén, golpeó el suelo con su cayado y se adentró con la princesa goda por el centro de la barbacana. Se cerró la tierra tras el sabio, con la cautiva y su caballo, como si los hubiera tragado, porque no quedó ni huella del paraje que les sirvió de descenso. 

Aben Habuz enmudeció de asombro. Repuesto, ordenó a mil cavadores que no dieran paz al pico y a la azada ahondando el lugar por donde había desaparecido el astrólogo. Vano fue el trabajo de aquellos hombres que cavaban y cavaban. y no cesaban de cavar: el seno de pedernal de la montaña resistía las herramientas y la energía humana; y cuando al fin de dura fatiga lograron penetrar dos metros de roca, se cubrió de nuevo la abertura más pronto de lo que había costado abrirla. Buscó Aben Habuz en la falda de la montaña la boca de la cueva que dirigía al palacio subterráneo del sabio:, fueron vanos también todos sus deseos, porque no logro encontrarla: donde antes había estado aparecía ahora sólida superficie de roca primaria. Con la desaparición de Ibrahim Ebn Abu Ayub.

...

Murió, al fin Aben Habuz, y fue enterrado. Se han sucedido los siglos y los acontecimientos. En la famosa montaña ha sido edificada la Alhambra, que rememora en cierto grado los esplendores y las delicias del fabuloso jardín del Irem. Se levanta aún en toda su integridad, completa, la hechizada puerta, protegida sin duda por la mano y por la llave misteriosas, y es hoy la Puerta de la Justicia, que sirve de entrada principal al castillo. Bajo ella dormita en su magnifico palacio subterráneo el venerable astrólogo, arrullado en su diván por la lira de plata de la princesa goda.



La leyenda del astrólogo árabe - Washington Irving
"Cuentos de la Alhambra", 1832



Mágica Puerta de la Justicia de la Alhambra de Granada.
Imagen by Junta de Andalucía

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