DONDE CABEN DOS...

Era una época de locura. Tras años de un noviazgo insufrible con una persona problemática y absorbente, me dio por living la vida loca. No sabía muy bien qué buscaba, bueno, en parte, sí: hacer cosas prohibidas y romper todos mis esquemas. 


Y fue así como conocí a la parejita. Yo sólo mantenía contacto con ella a través de email; decía que era por mi propia seguridad, que era mejor que ella manejase la situación. Supuse que no eran más que celos, pero no le di mayor importancia, ya que me pareció una chica educada, simpática y bastante clara. 



Quedamos una tarde para un café, simplemente para conocernos en persona, sin más pretensiones. Estábamos muy cortados; él decía tener experiencia, pero para ella y para mí era la primera vez… algo que no había pasado de una fantasía. Ni siquiera tenía muy claro por qué estaba allí.

Llegados a un determinado punto de la conversación, él empezó a decirme cerdadas sin que ella se enterase bien, lo que hizo que se sintiese un poco molesta. Yo, que no sabía dónde meterme, intenté seguir el juego y no parecer una mojigata. 

- ¿Vamos a otro lugar? - propuso él. 
- Eh… ¿cómo? - pregunté, un poco asustada.
- Venga, así nos conocemos mejor. No harás nada que no quieras - me sonrió ella.

Insistí en ir en mi coche detrás de ellos, por… ¿seguridad? Me guiaron hacia un descampado donde todo el mundo iba a lo mismo, y eso que era de día. Se me pasaban por la cabeza todo tipo de historias perversas, no quería salir en los titulares al día siguiente: “Mujer encontrada con unas bragas en la cabeza” (esperaba que, al menos, los periodistas se esmerasen en añadir algo… “joven”, “atractiva”...). Luchando contra estas ideas, me metí en el asiento de atrás con ellos dos.

Él, que medía mínimo 1,80 m., se sentó cómodamente, mientras nosotras dos nos peleábamos por un centímetro cuadrado en donde encajar las rodillas. Todo fue muy rápido: pim pam pim pam, ropa por aquí, manos por allá, yo que no sabía dónde meterme ni dónde me había metido. Ella estaba superdecidida y seguía las órdenes de él en todo momento, yo no podía moverme ni sabía qué hacer. No había tenido cerca a una mujer desnuda en mi vida y mi cara era de… “¿qué hago con esto?”, pero no hizo falta preguntarme nada más porque entre los dos ejecutaron todo el plan. Salí de allí mareada, con dos moratones y con el extraño morbo de quien hace algo prohibido… aun sin tener muy claro si había disfrutado o algo. Nos pusimos de acuerdo para una segunda vez en condiciones, en una habitación que, por supuesto, pagarían ellos. 

La tarde acordada, entré en la recepción de un hotel de lujo y me perdí buscando los ascensores, cual Paco Martínez Soria. Intentaba evitar a los recepcionistas por aquello de la vergüenza absoluta que me recorría el cuerpo… y al final tuve que ir pedirles indicaciones. 

Entré y el ambiente era muy distinto de la otra vez. Todo mucho más serio, más complicidad entre ellos y yo… un poco perdida. Me dijeron, una vez más, que no tuviese miedo y que hiciera sólo lo que quisiera. “¡Fuera complejos!”, me animó la chica, y aquel intento de parecer una amiga superguay me resultó más siniestro que tranquilizador. 

Nos metimos en la bañera de hidromasaje; yo no había visto una de ésas en mi vida. Aquello era una suite, cosa que tampoco había visto en mi vida. Piernas por aquí, brazos por allá… mucha bañera pero ahí no se cabía. Viendo que no era el lugar más cómodo del mundo, salimos, nos secamos y ellos pasaron a la habitación. Yo me quedé un segundo en el baño, sola, intentando convencerme a mí misma de que aquello iba a ser una experiencia para contar a… no sé muy bien a quién, pero a alguien. 

Cuando estaba lista, salí y ahí estaban ellos dos, dale que te pego, encima de la cama. Fue un shock. Era como ver una peli porno casera en directo, pero con la extraña incomodidad de saber que tú, en algún momento, tienes que entrar en escena. Allí había piernas y carne y movimiento por todas partes, pero nadie me había dado el manual de instrucciones. Ni me miraban siquiera. “¿Me meto por aquí? A lo mejor les molesta que les interrumpa. Pero algo tendré que hacer. Ay, Dios… ¿me acerco? ¿A quién?”. Y así fue como entré por el lateral derecho de la cama, sin tener ni puñetera idea de qué se supone que se esperaba de mí. Me acerqué y... ni caso. 

De repente, una mano me tocó una pierna y me puse tan tiesa como si me hubieran metido un palo por el culo. Era él, intentando darme entrada en escena, mientras ella seguía a lo suyo, toda entregada, como si yo no existiera. Cogí complejo de calentador, pues para eso y poco más sirvió mi presencia. Un chico, una chica... y una estufa. 

En algún momento de la sesión, él terminó, ella se le quedó bien pegadita, y yo empecé a fijarme en las molduras del techo. Me vestí, mientras ellos empezaban otra vez al lío, y salí de allí des-pa-si-to, haciendo el mismo ruido que las plumas al caer. 

Ese día me quedó claro que, donde caben dos... no está muy claro que quepan tres.

-Nómada-
(colaboradora)

Trío, tres pares de pies bajo las sábanas. Blanco y negro.
Imagen by Buhomag El Mundo

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