MI PRIMERA VEZ

La primera vez que lo vi, me quedé hipnotizada. Sus ojos tan profundos, oscuros, grandes… parecían estar mirándome directamente al alma. Y su sonrisa… ¡qué sonrisa! Pura, sincera, pero también pícara. ¿Sería eso que llaman amor a primera vista? No lo tengo muy claro, pero me quedé absolutamente prendada. ¿Recuerdas cuando te hablaba de él una y otra vez?

La primera vez que me habló, se me cayó el móvil de las manos. Menos mal que era uno de los duros, de los de antes, todo carcasa y poca pantalla, que resistían rayos y truenos. Aquéllos que te iluminaban el día cuando te encontrabas con un sobrecito en la parte superior de la pantalla, y cuya linterna era pulsar mil veces el botón "cancelar". Sí, se me cayó, y casi se me caen las bragas (en sentido figurado, que luego te lo crees todo). Su voz aterciopelada penetró en mis oídos y en mis bragas en el acto, se me nubló la vista y apenas pude emitir un balbuceo. Debió de pensar que era una rara de cojones, sonrió y se fue con sus amigos. 

La primera vez que quedamos, fuimos al cine a ver aquella película francesa tan bonita… ¿cómo era? Ah, “Amélie”. Qué preciosidad de historia. Pero yo estaba tan nerviosa… tanto, que no presté atención a la pantalla; sólo podía mirarlo por el rabillo del ojo. Tenía la piel de gallina tan solo de tenerlo cerca. Era perfecto: atento, gracioso, amable, y se veía que también tierno, porque no todos los hombres son capaces de ver una película romántica con una mujer en la primera cita. 

La primera vez que nos besamos, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, desde la nuca hasta la punta del dedo gordo del pie derecho, dejando a su paso un sendero de vellos erizados como escarpias. ¿Te acuerdas? Oh, aquellos labios con los que soñaba desde hacía casi dos años, sin que él lo supiera. ¡Me metió la lengua! Pensé que me daría asco, pero no; comenzamos una danza inesperadamente tierna y erótica que nos unió durante horas. ¿He dicho horas? Quería decir toda la vida

La primera vez que lo hicimos, una mezcla de excitación y nervios me invadía a cada instante. Llevábamos tiempo saliendo juntos, pero ya se sabe que muchas mujeres nos criamos con aquello de “no seas facilona”, “usada nadie te va a querer”, “cuidado que los tíos sólo quieren lo que quieren” y un sinfín de avisos más que nos daban nuestras madres. Pero ninguno de ellos iba dirigido a mi corazón, y ninguno de ellos me dejó ver que yo también podría querer. Y quise, y allí estábamos, muertos de miedo ambos, pero con la pasión y el cariño que nos llenaba más y más. Aquello también te lo conté, fue el momento más importante de toda mi vida... hasta entonces. Es curiosa la importancia que le damos a ciertas cosas porque socialmente nos lo marcan así. O eso dicen las modernas de ahora. Para mí, entonces, era la mayor muestra de amor que podía existir. Cuando dos cuerpos se unen en uno solo, la luna calla y las estrellas sonríen, escribí en mi cuaderno de poemas. Qué cursilada. 

La primera vez que me quedé embarazada, no fue buscado. Él no quería usar preservativo, decía que así me sentía más, y que entre dos personas que se quieren debe ser así. Que confiase en él, que era lo más maravilloso que le había pasado nunca. Y entre un te quiero y otro, creamos una nueva vida. Se enfadó mucho conmigo, me dijo que lo había buscado yo, que no había puesto medios, que lo había hecho para cazarlo. Me espetó que le había arruinado la vida, pero que no me iba a salir con la mía. Me llamó puta. Me dijo que no era suyo, que seguro que andaba por ahí con otros.

La primera vez que me gritó, te pedí que vinieras conmigo a la clínica. No tenía muy claro lo que estaba haciendo, pero tú me dijiste que no era el momento, que procurase entenderlo, que se había asustado. Que los hombres son así. Volvió a mí, me dijo que jamás volvería a decirme aquellas cosas, que era el amor de su vida. Yo estaba locamente enamorada de él, estaba convencida de que no podía tirar por la borda una historia como la nuestra. 

La primera vez que compartimos techo, fue después de firmar los papeles en la Iglesia. Mis padres no estaban de acuerdo con que viviésemos juntos en pecado, así que organizamos una boda preciosa. Fue sencilla pero muy sentida, se respiraba amor entre nosotros, y nos inundaba el deseo de compartir nuestro camino a partir de entonces. Yo iba guapísima, ¿me recuerdas? Aquel vestido blanco realzaba mi figura. Tenía entonces 24 años y muchas ganas de que me quisiera para toda la vida. 

La primera vez que di a luz, apenas había pasado un año desde nuestro gran día. No había sido planeado, llegó por sorpresa, al menos para mí. Pasaba algo raro con las pastillas, no sé qué cómo, pero no me cuadraban los días, y pensé que me estaba volviendo un poco tarumba. Se lo comenté más de una vez, extrañada, y me dijo que no me preocupase, que no pasaba nada, y acto seguido me llevaba a la cama. Se volvió a enfadar mucho, tanto como la primera vez; me gritó e insultó. Me callé, asustada. Fue una niña.

La primera vez que me puso la mano encima, nuestra hija de pocos meses lloraba en su cuna. Acababa de enterarme de que estaba embarazada otra vez. Se lo había advertido, que todavía no estaba preparada, pero decía que con protección no le gustaba. Me dijo que era una maldita coneja, que quería ahogarlo y joderlo vivo. Le habló bajito a nuestro bebé, le dijo que más le valía no ser tan zorra como su madre. Lo agarré de la manga a modo de reproche, me dio un puñetazo y me caí. Me pasé una semana escondida en casa, probando maquillajes para taparme el moratón. Cuando te llamé, me dijiste que sería el estrés, que estabas segura de que él me quería mucho.

La primera vez que me di cuenta de que ya no salía ni veía a nadie, mi hija tenía trece meses y mi hijo, tres. Tuve que dejar mi trabajo, no daba abasto con los niños, la casa… y él nunca estaba. Me dijo que tendríamos que apretarnos el cinturón, que era muy gastosa y que se acabaron las pijaditas. A pesar de todo, era, en cierto modo, consciente de lo que estaba ocurriendo; pero me sentía avergonzada. No podía ni decirlo en voz alta. Dejé de verte. Me llamaste alguna vez, pero dejaste de hacerlo. Decías que lo entendías, que tenía otras obligaciones ahora.

La primera vez que temí por mi vida, ya me había forzado muchas veces antes. Cada vez que le decía que no, insistía con que era mi marido y tenía que amarlo siempre. Y, si me resistía, me sujetaba por las muñecas con fuerza, lo justo para que me calmara. "¿Ves qué bien? Es mejor que te relajes…", me decía. Aquella vez, en cambio, me apretó el cuello con las dos manos porque yo no paraba de patalear. Semanas más tarde, mirando el test positivo de mi tercer embarazo de casados, decidí que aquello no podía ser. Pero yo lo quería tanto... Esa vez, fui sola a la clínica. 

La primera vez que me dejó inconsciente, desperté en el suelo. Le había dicho que era mejor que nos separásemos. Se llevó a nuestros hijos a dar un paseo y me dejó allí. Todos me decían que era un padre ejemplar, que qué suerte tenía. Él sonreía a todo el mundo, amistosamente, y de manera juguetona a las mujeres. Me toqué las marcas del cuello; podía intentar ocultar aquello, pero no había maquillaje que tapase lo que yo sentía. 

La primera vez que pensé en quitarme de en medio, no estaba segura de dar el paso. Me daba miedo la muerte, pero más miedo me daba dejar solos a mis hijos, seguir viviendo con él, salir a la calle y, sobre todo, me daba pánico la vida. Mientras mis niños lloraban en el salón y yo preparaba la cena para todos, mil ideas rondaban mi imaginación. Decidí llamarte; estabas ocupada en alguno de tus viajes por el mundo. Me dijiste que me tenías envidia, que encontrar un hombre así no era fácil.

La primera vez que la policía entró en mi casa, él había caído por la ventana poco antes. Por más que me preguntaban, yo era incapaz de pronunciar una palabra. Los investigadores analizaban la escena, arriba y abajo; vivíamos en un octavo piso. Una policía me miró el cuello, con compasión; yo, con la mirada perdida, me tapé discretamente con el escaso pelo que me quedaba. Dieron por hecho que había sido un accidente, una caída desafortunada, y me dejaron vivir en paz.

Vivir… y paz. Dos palabras que había olvidado.

Nunca viniste en mi ayuda. Ni una sola vez. Ni una.

"Hasta que la muerte nos separe, mi amor", me decía. "Para que llore mi madre, que llore la tuya", le dije yo.

Mujer solitaria en la playa, bañada por una ola. Blanco y negro. Soledad.
Imagen by You_Inme

Comentarios

  1. Debo confesar que el relato me ha dejado tocado. Una manera brutal de tocar el tema. Consigues que nos pongamos en la piel de esta mujer y compartamos su sufrimiento, su soledad y su dolor sin límite. Una calidad narrativa extraordinaria. Enhorabuena Giadalia. Y gracias por tratar de esta manera un tema tan importante.

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    1. Muchas gracias por apreciar la historia y cómo la he contado; me parecía importante dar visibilidad a cómo una mujer puede llegar a soportar tanto, ya que esto no sucede de un día para otro.

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