Corazones perdidos

El viento había cesado. La noche era tranquila y había luna llena. Hacia las diez, Stephen estaba de pie junto a la ventana abierta de su dormitorio contemplando el campo. Pese a la quietud general, aún no se habían acallado los misteriosos habitantes del bosque lejano bajo la luna. De cuando en cuando le llegaban del otro lado del estanque gritos extraños como de seres errantes, perdidos, desesperados. Quizá eran chillidos de lechuzas o gaviotas, aunque no sonaban exactamente igual que el graznido de estas aves. ¿No se estaban acercando? Unos momentos después provenían de la orilla más próxima. Y ahora parecían flotar en la zona de los arbustos. Cesaron a continuación. Pero justo cuando Stephen se disponía a cerrar la ventana y volver a su lectura de Robin­son Crusoe advirtió dos figuras detenidas en el paseo de grava que se extendía junto a la residencia: las figuras de un niño y una niña, parecían; estaban el uno al lado del otro y miraban hacia las ventanas. La de la niña le recordaba de manera irresistible a la de la bañera que había visto en sueños. El chico le inspiraba un miedo más intenso.

Mientras la niña permanecía inmóvil, medio sonriendo, con las manos apretadas sobre el corazón, el chico, de figura delgadísima, cabello negro y ropa andrajosa, alzó los brazos como en un gesto de amenaza y hambre y ansia insaciable. La luna iluminó sus manos traslúcidas, y Stephen vio que tenía las uñas terriblemente largas y que las atravesaba la luz. Y al alzar los brazos reveló un detalle espantoso: en el costado izquierdo del pecho tenía abierto un negro agujero. Y entonces le llegó a Stephen -más al cerebro que al oído- uno de esos gritos hambrientos y desolados que habían estado resonando en el bosque de Aswarby. Acto seguido la horrible pareja se desplazó veloz y silenciosa por la grava, y dejó de verla.

Aunque indeciblemente asustado, decidió coger una vela y bajar al despacho del señor Abney, porque casi era la hora a la que le había citado. El despacho o biblioteca daba a un lado del vestíbulo; y Stephen, acuciado por sus terrores, llegó en un abrir y cerrar de ojos. No le fue tan fácil entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, desde luego, ya que la llave estaba puesta por fuera como de costumbre. Sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. El señor Abney estaba ocupado: le oía hablar. ¿Qué ocurría? ¿Por qué trataba de gritar? ¿Y por qué se le ahogaba un grito en la garganta? ¿Había visto también a los misteriosos niños? Pero ahora quedó todo en silencio, y la puerta cedió al forcejeo aterrado y frenético de Stephen.



Lost Hearts, Montague Rhodes James,
publicado en la antología de 1904: Historias de fantasmas de un anticuario (Ghost Stories of an Antiquary).

Imagen by Relatos de Terror Desde el Sótano

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