El Monje

Dejaron a Ambrosio solo, más muerto que vivo, en su calabozo. El instante en que pronunciaron esta terrible sentencia estuvo a punto de resultar el de su disolución. Pensó en el día siguiente con exasperación, y sus terrores aumentaron a medida que se acercaba la medianoche. Unas veces se sumía en tenebroso silencio, otras, llevado de una pasión delirante, se retorcía las manos y maldecía la hora en que vio la luz por primera vez. En uno de esos momentos, sus ojos cayeron sobre el  misterioso regalo de Matilde.

Instantáneamente se le cortaron los arrebatos de furor. Se quedó mirando el libro fijamente. Lo cogió, pero inmediatamente lo arrojó lejos de sí con horror. Se puso a pasear nervioso por el calabozo; luego se detuvo, y clavó la mirada en el lugar donde había ido a parar el libro. Pensó que aquí, al menos, habría un remedio para el destino que tanto le asustaba. Se inclinó y lo cogió por segunda vez. Durante un rato permaneció indeciso y tembloroso: deseaba fervientemente probar el encantamiento, aunque temía sus consecuencias. El recuerdo de su sentencia le hizo vencer al fin su indecisión. Abrió el volumen; pero su agitación era tan grande que al principio buscó inútilmente la página que Matilde le había dicho. Avergonzado de sí mismo, apeló a todo el valor que le quedaba. Abrió por la página séptima. Empezó a leer en voz alta. Pero sus ojos se apartaban de cuando en cuando del libro y buscaban en torno suyo al espíritu que deseaba aunque temía ver.

No obstante, persistió en su propósito; y con voz insegura y repetidas interrupciones, consiguió terminar las cuatro primeras líneas de la página. Estaban en una lengua cuyo conocimiento le era totalmente ajeno. Apenas hubo pronunciado la última palabra, cuando los efectos del encantamiento se hicieron evidentes. Se oyó un sonoro estallido. La prisión se estremeció hasta sus cimientos. Un relámpago inundó de luz la celda; y un instante después, envuelto en un remolino sulfúreo, se apareció Lucifer ante él por segunda vez. Pero no fue igual que cuando lo invocó Matilde. En aquella ocasión, había adoptado la forma seráfica para engañar a Ambrosio. Ahora surgió con toda la fealdad que le correspondía desde su caída del cielo: sus miembros abrasados mostraban aún la huella de la fulminación del Todopoderoso; una oscuridad chamuscada se extendía por todo su cuerpo gigantesco; sus manos y sus pies estaban armados de largas garras; la furia relampagueaba en sus ojos, capaces de paralizar el corazón más esforzado; sobre sus hombros se cimbreaban dos enormes alas negras, y en lugar de cabellos tenía serpientes vivas que se retorcían alrededor de su frente emitiendo silbidos espantosos. En una mano llevaba un pergamino y en la otra una pluma de hierro. El relámpago seguía destellando a su alrededor, y el trueno, con repetidos estallidos, parecía anunciar la disolución de la naturaleza.

Aterrado ante esta aparición tan distinta de la que había esperado Ambrosio se quedó mirando al Demonio, incapaz de proferir una palabra. Cesó el trueno: un silencio universal reinaba en la mazmorra.
—¿Para qué soy invocado aquí? —
dijo el Demonio, con una voz que las brumas sulfurosas habían empañado hasta la ronquera. La naturaleza se estremeció ante esas palabras: un violento terremoto sacudió el suelo, acompañado de nuevos estallidos del trueno, más fuertes y ensordecedores que el primero.

Ambrosio estuvo un rato sin poder responder a la pregunta del Demonio.


El monje - Matthew G. Lewis, 1796


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