El amigo de la muerte

Gil Gil, que tanto odiaba a aquella mujer, no dejó de sentir esta complicada impresión de lástima y asombro, y cogiendo maquinalmente la hermosa mano que le tendía la enferma, murmuró con más tristeza que resentimiento:

-¿Me conocéis?

-¡Salvadme! -respondió la moribunda sin escuchar la pregunta de Gil Gil.

En esto se deslizó por detrás de las cortinas un nuevo personaje, y vino a colocarse entre los dos interlocutores, apoyando su codo en la almohada y la cabeza sobre una mano.

Era la Muerte.

-¡Salvadme! -repitió la condesa, a quien la intuición del miedo le había ya revelado que nuestro héroe la aborrecía-. Vos sois hechicero... Dicen que habláis con la Muerte...¡Sálvadme!

-¡Mucho teméis el morir, señora! -respondió el joven con despego, soltando la mano de la enferma.

Aquella estúpida cobardía, aquel terror animal que no dejaba paso a ninguna otra idea, a ningún otro afecto, Gil, por cuanto le dio la medida del espíritu egoísta de la autora de todos sus males.

-¡Condesa! -exclamó entonces-. ¡Pensad en vuestro pasado y en vuestro porvenir! ¡Pensad en Dios y en vuestro prójimo!... ¡Salvad el alma, supuesto que el cuerpo ya no os pertenece!

-¡Ah, voy a morir! -exclamó la condesa.

-¡No..., condesa..., no vais a morir!

-¡No voy a morir! -gritó la pobre mujer con una alegría salvaje.

El joven continuó con la misma seriedad:

-¡No vais a morir, porque nunca habéis vivido!... Al contrario, ¡vais a nacer a la vida del alma, que para vos será un sufrimiento eterno, como para los justos es una eterna bienaventuranza!

-¡Ah! ¡Conque voy a morir! -murmuró la enferma nuevamente, derramando lágrimas por la primera vez de su vida.

-¡No, condesa, no vais a morir! -replicó otra vez el médico con indecible majestad.

-¡Ah! ¡Tenedme compasión! -exclamó la pobre mujer recobrando la esperanza.

-No vais a morir -prosiguió el joven-, supuesto que lloráis. El alma nunca muere, y el arrepentimiento puede abriros las puertas de una eterna vida...

-¡Ah, Dios mío! -exclamó la condesa, rendida por aquella cruel incertidumbre.

-Hacéis bien en llamar a Dios. ¡Salvad el alma!, os repito... ¡Salvad el alma! Vuestro cuerpo hermoso, vuestro ídolo de tierra, vuestro sacrílego existir han concluido para siempre. Esta vida temporal, estos goces del mundo, aquella salud y aquella belleza, y aquel regalo y aquella fortuna que tanto procurasteis conservar; los bienes que usurpasteis; el aire, el sol; el mundo que hasta aquí habéis conocido, todo lo vais a perder; todo ha desaparecido ya; todo será mañana para vos polvo y tinieblas, vanidad y podredumbre, soledad y olvido: sólo os queda el alma, condesa... ¡Pensad en vuestra alma!

-¿Quién sois? -preguntó sordamente la moribunda, fijando en Gil Gil una atónita mirada-. Yo os he conocido antes de ahora... Vos me aborrecéis... Vos sois quien me matáis... ¡Ah!...

En este instante la Muerte colocó su mano pálida sobre la cabeza de la enferma, y dijo:

-Concluye, Gil: concluye..., que la hora eterna se aproxima.

-¡Ah! ¡Yo no quiero que muera! -respondió Gil-. ¡Aún puede enmendarse, aún puede remediar todo el mal que ha hecho!... ¡Salva su cuerpo, y yo te respondo de salvar su alma!

-Concluye, Gil; concluye -repitió la Muerte-, que la hora eterna va a sonar.

-¡Pobre mujer! -murmuró el joven con piedad a la condesa.

-¡Me compadecéis! -dijo la agonizante con inefable ternura-. Nunca he agradecido..., nunca he amado..., nunca he sentido lo que por vos siento... ¡Compadecedme!... ¡Decídmelo!... ¡Mi corazón se ablanda al escuchar vuestra voz entristecida!

Y era verdad.

La condesa, exaltada por el terror en aquel supremo trance, atribulada por los remordimientos, temerosa del castigo, desposeída de cuanto había constituido su orgullo y sus aficiones sobre la tierra, empezaba a sentir los primeros suspiros de un alma que hasta entonces había permanecido escondida y silenciosa allá en los últimos ámbitos de su mente; alma siempre insultada, pero rica en paciencia y heroísmo; alma, en fin, comparable a la triste hija de padres criminales y viciosos que piensa, calla, se oculta de su vista y llora en rincones de la casa, hasta que un día, al primer síntoma de arrepentimiento que nota en ellos, recobra el valor, corre a sus brazos, y les deja oír su voz pura y divina, cántico de alondra, música del cielo, que parece saludar el amanecer de la virtud después de las tinieblas del pecado.


El amigo de la muerte 1852 (publicado en “Narraciones Inverosímiles 1882”) 
Pedro Antonio de Alarcón


Imagen by Elamigodelasabiduría.blogspot

Comentarios

  1. Un texto inquietante y de esos que te hacen pensar.

    ¡Besos! :D

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    Respuestas
    1. Grande el granadino Pedro Antonio de Alarcón, capaz de crear una atmósfera inquietante y dejar un mensaje que sopesar. Invitamos a leer sus “Narraciones Inverosímiles”. Hay clásicos por los que no pasa el tiempo. Gracias por comentar, amiga ☺️

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