LA PRINCESA SIN NOMBRE - CAPÍTULO 3


Nuevo capítulo de La princesa sin nombre. Lee aquí los capítulos anteriores:
Y no olvides acomodarte y disfrutar de la historia.
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        Al abrir los ojos me invadió la misma sensación que venía repitiéndose desde dos semanas atrás.

¿Dónde estoy?

Al parecer, mi cuerpo y mi mente aún no se habían hecho al nuevo lugar.

La habitación era pequeña pero muy acogedora. Contaba con el mobiliario básico: una cama de 90cm con el cabecero y reposapiés de forja; junto a esta, una vieja mesita de noche con aspecto de haber vivido tiempos mejores y sobre la que reposaba una antigua lamparita con la mampara deshilachada en algún que otro punto.  A la izquierda de la cama, pegado a la pared, Manuel había colocado un viejo escritorio de madera, que, sorprendentemente,  se conservaba bastante bien y una silla de asiento alto- elemento imprescindible para que mi escasa estatura no me impidiera llegar a la mesa-. Sobre el escritorio, una tabla en horizontal hacía las veces de repisa, allí había acomodado algunos de mis libros predilectos, como: “Diez negritos” de Agatha Christie, “Cumbres Borrascosas” de Emilie Bronte, y la compilación casi al completo de las obras dramáticas de William Shakespeare, entre las que destacaban: “Macbeth” y “Romeo y Julieta”. Esta última era mi favorita. Aunque manejaba la idea de que aquel amor no era más que fruto de un capricho adolescente que, por estupidez de ambos, acababa en tragedia, Shakespeare había compuesto la historia con tal preciosismo que resultaba imposible no abandonarse a su encanto.

En la pared frontal, junto a la ventana, un pequeño armario de madera, que por su aspecto, bien habría acogido los atuendos de algún coetáneo a la reconquista, guardaba en su interior toda mi ropa, que se componía casi en su totalidad por los bonitos vestidos que mi madre me cosía - mamá es costurera -, en su mayoría blancos y de tonos pastel, salvo alguno de color azul o rojo.

La pared derecha se mostraba desnuda de mobiliario; en cambio, disfrutaba de un pequeño balcón con la balaustrada de hierro forjado, salpicado de macetas con flores de colores vivos: rojas, rosas, amarillas…

Aunque el balcón en sí era una maravilla, las vistas desde allí dejaban bastante que desear. Todo el recinto que correspondía a las pertenencias de los trabajadores se hallaba cercado por un macizo muro blanco. En su parte este, la que daba al lateral de mi nueva casa, el muro llegaba a alzarse hasta unos inconcebibles diez metros. Manuel, en su día, comentó, que tras aquel muro, discurría un estrecho caminito de tierra flanqueado por un frondoso y oscuro bosque en el que los habitantes de la comarca preferían no adentrarse. Manuel se caracteriza por ser un hombre práctico, no dado a las elucubraciones; pero en aquel momento, se permitió un comentario fuera de su habitual actitud. Me reveló, a espaldas de mi madre - por miedo a que esta se molestase con él - que jamás me acercara a ese lugar, pues según ciertas habladurías, aquel  sitio estaba maldito y añadió con un tono que se me antojó poco menos que de ultratumba: <<pareciera como si a ese bosque le gustara tragarse a las niñas>>.

En un principio, pensé que estaba gastando una broma pesada, y esperé su carcajada final, con media sonrisa despuntando en los labios. <<No estoy de broma>>. Mi sonrisa quedó transformada en una extraña mueca al percatarme de que sus ojos no mentían.

 Tras el shock momentáneo, aparte de un fugaz escalofrío de pies a cabeza, causado  más por la ingenuidad de mis años que por el contenido del relato, no le concedí veracidad alguna; alegando para mí, que la única motivación de Manuel radicaba en asustarme un poco con una historia inventada, para evitar que acabara sola y perdida donde era relativamente fácil perderse. Algo así como el cuento del coco, aterrador pero con fines prácticos.

El muro me impedía tener una vista completa del bosque, apenas podía entrever las copas de los árboles más altos. A veces, cuando mantenía la vista fija desde el balcón, me asaltaba la curiosidad sobre el porqué de construir una pared tan desmesuradamente alta. Se me antojaba irrisorio tomar la narración de Manuel como posible explicación. ¿Acaso los antiguos habitantes del recinto blanco - hacía un par de días que había bautizado con ese nombre a las dependencias de los labradores - sentían tanta aprensión por el oscuro bosque que intentaron ocultarlo de la forma más rudimentaria?

Me había asaltado una idea estúpida: un muro para separar el mundo de los vivos del de los…

Vaya sarta de tonterías. Espero que no sea algo contagioso. No había logrado escapar de las supercherías míticas de Europa del Este, para acabar infectada por las supersticiones más básicas de la España rural.

Aparté de un tirón las sábanas color melocotón y la colcha azul marino con estampado de flores rosas que mamá había confeccionado para mí hacía un par de años. Salté de la cama, busqué mis zapatillas y, aún en pijama, salí de la habitación.

La planta de arriba solo la formaban dos habitaciones: mi dormitorio y el de mamá y Manuel. Descendí por las escaleras, acomodando mis pasos para no hacer ruido. Era un hábito adquirido, aunque injustificado, ya que Manuel y mamá tenían por costumbre madrugar, actitud más que extendida entre la gente que vive en el campo.

Tras salvar el último escalón, me encaminé hasta la primera habitación que encontrabas justo al bajar las escaleras. Abrí la puerta.

El baño estaba decorado al estilo de unas cuantas décadas atrás, probablemente, no se reformaba desde entonces. Las paredes se presentaban como un mosaico de azulejos en tonos crema, algunos desconchados.

Mientras hacía pis, las cañerías sonaron ruidosamente - circunstancia habitual en un sistema de tuberías tan antiguo como aquel -; tiré de la cadena de la cisterna imaginando el sonido que emitiría una casa de nueva construcción - nunca en mi vida he pernoctado en una vivienda de menos de cuarenta años -, con seguridad, más agradable al oído.

Me lavé las manos y después la cara, despejándola de legañas. Tuve peor suerte con los pensamientos agoreros, a estos no se los llevó el agua por el sumidero.

¿Qué tendrían preparado para mí mamá y la señorita Arias?

Salí del cuarto de baño, recorrí el estrecho pasillo y me adentré en la estancia de mayor tamaño de la casa, una habitación que conjuntaba las funciones de cocina, salón y comedor; sin olvidarnos del rinconcito a la derecha, junto a la ventana: mamá lo había dispuesto como su lugar de trabajo, que consistía en una butaca donde hacía sus labores, una máquina de coser tan usada, que había que dar gracias al cielo cuando no se encasquillaba y un baúl donde guardaba las telas y demás enseres de costura. Las prendas confeccionadas o por  terminar, las almacenaba en el hueco de debajo de las escaleras,  que los antiguos inquilinos habían dispuesto como armario. Dos días a la semana, normalmente martes y jueves, mamá viajaba a Madrid capital para hacer pruebas y tomar medidas a sus clientas.

Mi madre estaba de espaldas a mí, sus manos bailaban sobre la rudimentaria encimera - me estaba preparando el desayuno-. Me acerqué a ella y la estreché por la cintura. Era mi modo de darle los buenos días.

Se volvió hacia mí y me ofreció una amplia sonrisa - sus buenos días.

-           Creo que hoy tienes una entrevista con la señorita Arias – enunciaron, en silencio, sus labios.

             <<¿Crees o estás requetesegura?>>

Me aguanté las ganas de lanzarle una mirada acusatoria. En su lugar, afirmé asintiendo con la cabeza.

La mesa que utilizábamos para comer era pequeña y redonda. Allí me senté a tomarme el desayuno: un buen vaso de leche fría y tostadas con mantequilla.

Mientras masticaba, no paraba de darle vueltas a la idea de someter a mi madre a un breve interrogatorio. No conocía el papel concreto que ella representaba en el asunto; si era la artífice o una simple colaboradora. Pero, sin lugar a dudas, estaba al corriente de todo lo que iba a tratarse en aquel despacho.

Miré a mi madre por encima de la tostada. Ella fregaba los cacharros manteniendo una sonrisa plácida. Si hubiera estado provista de voz, seguramente habría estado cantando una tonadilla.

<<Evolucionar>>… esa fue la palabra empleada por la señorita Arias.

Qué mala espina me daba todo esto.

Terminé mi desayuno y coloqué el vaso y el plato en el fregadero, iba a empezar a fregarlos, cuando mamá me arrebató el estropajo de las manos.

-          Ya lo hago yo. Tú ve a vestirte, no vaya a ser que llegues tarde.
           Percibió algo en mi mirada escrutadora, porque añadió:
-          No te preocupes, todo irá bien.
Puse cara de espanto. Cuando alguien te dice que no te preocupes, es porque sobran los motivos por los que preocuparse.

Al ver mi expresión de horror, mi madre “emitió” una risita divertida.

Llevó su mano hacia mi mejilla y, adoptando un semblante algo más serio, me dijo:

-       Todo es por tu bien. Para que llegues a ser la gran persona que escondes en ese cuerpecito tan pequeño.

Diez minutos más tarde, salía de casa ataviada con un vestido beis con adornos de puntilla rosa, que me daba el aspecto de alguien que acababa de ser transportado por una máquina del tiempo, desde otra época. Mi madre seguía sintiéndose atraída por gustos en la moda ya extintos.

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Creía haber resuelto el rompecabezas: mamá había apelado a la generosidad de la señorita Arias para que yo recibiera algunas clases particulares. O quizás, tal generosidad no se diera, y se tratara de algún tipo de trueque. ¿Lecciones por ropa hecha a medida? Sonaba convincente.

No llevaba ni dos pasos dados cuando vi acercarse a Manuel. Iba a casa a desayunar.

Llegó hasta mí en solo un par de zancadas. Me tomó en brazos y me alzó por encima de su cabeza. Después, en la bajada, me estampó un sonoro beso en la frente. Siempre hacía eso y me hacía sentir poco más que un bebé. Aunque tampoco iba a morirme por complacerle un poco.

-           ¿Dónde vas tan guapa? - Manuel hablaba mucho más conmigo que con el resto de personas, estos a duras penas llegaban a oír su voz.

Antes de que tuviera tiempo de responder, dijo:

-           Ah… - sonrisita -, tu madre me contó.

Con Manuel mamá usaba la pizarrita, él no era tan ducho como yo leyendo labios.

Me acarició el pelo con su gran manaza.

-          Te diría que te portaras bien, pero sé que siempre lo haces.

Yo asentí, sonriendo.

-          Te veo luego, ¿vale?

Me quedé mirándolo hasta que entró en la casa.

Algo me saltó encima y casi me deja caer al suelo. No había acertado a reaccionar al primer ataque, cuando desde el otro lado, un aluvión de energía se lanzó sobre mí y me propinó un contundente lametazo en la cara.

¡Trasto y Duende!

Quiso la providencia que pudiera poner en retirada a esos dos malandrines antes de que acabaran manchándome el vestido.

Con la mano izquierda rasqué a Trasto entre las orejas y con la derecha a Duende. Los perros conocían mis caricias, pero habían acabado por aceptar que, a diferencia del resto de humanos con los que se topaban, yo no les dijera ni pío.

Se trataba de dos mestizos de Beagle y sabe Dios qué más. Lo que se vienen llamando dos chuchos. Pero dos chuchos muy inteligentes y encantadores y como sus nombres presagiaban, unos auténticos revoltillos. Tenían unos dos años de edad. Rafael los había encontrado mientras trabajaba en un trigal a unos cinco kilómetros de distancia de aquí. Eran apenas unos cachorritos, con un par de meses a lo sumo. Rafael desconocía cómo habían ido a parar allí, pero de algo estaba seguro, con el tremendo calor que alcanzaban los días en verano, la deshidratación los mataría antes que el hambre. De ese modo acabaron aquí, al cuidado de los habitantes del recinto blanco.

Con Manuel, el grupo de labriegos lo formaban cinco hombres. Rafael era el mayor de ellos, debía hacer ya unos años que había traspasado el umbral de los cincuenta; era moreno, bajito y achaparrado, y tan velludo, que hasta un oso quedaría sorprendido al ver la mata de pelo que le cubría los brazos. De los cuatro era el más cercano y mi favorito - no voy a negarlo, también había influido que hubiera sido el héroe al rescate de Trasto y Duende -.

Miguelito, su sobrino, rondaba la veintena; alto, rubio y delgaducho, los ojillos claros siempre vacilantes. Múltiples marcas de acné hacían mella en su rostro alargado- algo positivo de ser una niña para siempre era que, probablemente, nunca tendría que preocuparme por las terribles espinillas -. Después de terminar el colegio, había ido a parar a la construcción, pero tras muchas muestras de que lo suyo no era la albañilería, pidió a su tío la oportunidad de trabajar con él en el campo. Rafael siempre estaba refunfuñando a ese respecto, y de vez en cuando hacía alguna mofa del trabajo desempeñado por su sobrino - que todavía estaba muy verde -, pero todos comprendíamos que no era otra cosa que las muestras de afecto de un hombre rudo.

El pequeño grupo lo acababan Nicolás y Antonio, ambos de unos cuarenta años. Nicolás era alto y delgado, con el pelo algo más largo de lo que las doctrinas de las buenas costumbres requerían. Antonio, por su parte, tenía el pelo rizado y oscuro, la estatura media y una barriga, que por sus dimensiones, nada tenía que envidiar a la de mi madre. Todos menos Miguelito, que aún se contaba entre los principiantes, tenían la piel curtida por el duro trabajo, rendida a las inclemencias del sol y del frío. Todos eran buenas personas, de francas sonrisas, humildemente ataviados con pantalones gastados y camisas viejas.

Trasto y Duende no eran los únicos perros del lugar. También teníamos a Sultán, un enorme mastín color ceniza, más viejo que Matusalén y que en aquel momento, muy posiblemente, estuviera en algún rincón a la sombra echándose una siesta; a sus años, toda la actividad del inmenso can se reducía a mover la cola para espantarse las moscas. Y luego estaban las perras del cazador: cuatro bretonas que carecían de nombre y solo respondían ante los silbidos de su dueño; utilizaba un timbre distinto para cada una. Este, el cazador, era un hombre de estatura media, con el pelo negro, cejas gruesas, la piel morena y mirada seria. Tampoco hablaba mucho, yo solo lo había visto un par de veces, y se había limitado a echarme una ojeada de curiosidad. Manuel insistía en que, aunque reservado en exceso, era un buen hombre. En un par de ocasiones incluso nos había obsequiado con alguna pieza, normalmente conejos, liebres o perdices. Cuando las perras no estaban de caza con su dueño - cosa que sucedía unas dos o tres veces por semana -, el cazador las mantenía encerradas al cobijo de uno de los tres almacenes del recinto, el que se hallaba prácticamente vacío y quedaba justo detrás de mi casa. Tenía unas ventanas enrejadas enormes, por lo que a las perras nunca les faltaba la luz del sol.

Dejé a Trasto y a Duende corriendo en círculos, persiguiéndose la cola el uno al otro. Una visión bastante divertida.

La gran cancela, que conformaba el umbral del recinto blanco, estaba abierta. Manuel era el encargado de cerrarla por la noche y abrirla en la mañana. Si nos permitían quedarnos a vivir en aquella casita era porque Manuel, además de trabajar el campo, hacía de guardés - el guardián del calabozo, bromeaba -.

Me detuve junto a la verja, en el mismo punto desde el que ayer me observara mi madre. Barrí con la mirada la gran explanada de terreno que se extendía ante mí. Salvo algún ladrido intermitente de Trasto y Duende, el panorama respiraba quietud, una quietud adormecida por el canturreo de las cigarras.

<<Qué diferente parecerá este mismo lugar en tan solo cuestión de horas>>. Un escalofrío acompañó al pensamiento.

El sol brillaba bajo, al este. Daba la impresión de mecerse sobre las tierras de trigo que Manuel y los otros trabajadores, con tanto ahínco, cultivaban, al otro lado de la carretera secundaria. Desde mi posición no podía ver las doradas espigas. Lo último que mis ojos divisaban, dirigiéndose al este, era la malla metálica que marcaba los límites del colegio, y cruzando la estrecha carretera, los árboles que se alineaban en la cuneta de ese lado.

Imaginé el trigo ligeramente agitado por la suave brisa, brillando al sol como oro bruñido. Es una imagen muy nítida que me lleva a sentir que de nuevo estoy pisando los campos de Andalucía. Desde el oeste percibo el liviano resplandor de las aguas de la laguna.

El día que conocí a la señorita Arias, como a modo de presentación, tuvo la deferencia de hablarme un poco sobre la historia del internado. Me contó que todo lo que abarcaban mis ojos: los cuatro edificios, el terreno en el que se cimentaron, el recinto blanco y las tierras de labranza pertenecían a un mismo dueño; una sociedad formada por unos cuantos hombres adinerados. Estos hombres compraron el terreno allá por los años cincuenta, con la intención de establecer el mejor colegio de régimen interno para niños de padres pudientes del momento. Como buenos hombres de negocios que eran, consiguieron por un precio irrisorio - palabra empleada por la señorita Arias- el terreno para edificar, unas tierras de cultivo, que por un gasto insignificante (unos cuantos materiales y un sueldo ínfimo para los trabajadores) reportarían unos beneficios extras; y el recinto blanco, que ya estaba en pie por entonces. Para ser exactos, según la señorita Arias, el recinto no tendría menos de doscientos años, y en lo que se refería al muro, quizá más. Así que los trabajadores tan solo tuvieron que cambiar de patrón.

La nombrada sociedad de peces gordos logró materializar sus ideas en hechos; de este modo, el Martín Soler abrió sus puertas en el año 1955 con un éxito asombroso. Todas las buenas familias de Madrid y del resto de provincias de España hacían cola para internar a sus hijos en tan ilustre lugar - debieron de llevar a cabo un marketing previo increíble, como únicamente saben hacer los consabidos buitres del mercado financiero -. Al parecer, el éxito del colegio se mantuvo durante más de veinte años, hasta los últimos días de 1977, cuando cerró sus puertas.

La señorita Arias no me contó nada sobre la razón que impulsó a los dueños a finiquitar su gallina de huevos de oro, y como era previsible en mí, no pregunté.

Manuel piensa que la gente humilde, cuando encuentra un trabajo que le da comer, se aferra a él y lo conserva durante, prácticamente, el resto de su vida. Entre tanto, los ricos, al sobrarles el sustento, pocas veces se sienten satisfechos con lo que tienen entre manos, por muchas ganancias que les reporte; por ello, es muy común que cambien de negocio con frecuencia. Me pregunto si eso fue lo que ocurrió con el colegio; que a los dueños dejara de divertirles hacer fluir su dinero en la loable actividad de educar a los hijos de otros. Me resulta la posibilidad más factible.

La cuestión era que, después de diez años cerrado, los hijos de aquellos hombres que en su día levantaron el imperio de la educación, habían llegado a la conclusión de que el internado podría volver a darles dinero. Así que, después de una pequeña restauración - cambiando puertas con sus marcos, renovando mobiliario, quitando unas cuantas telarañas y una bonita capa de pintura -, el Martín Soler volvería a abrir sus puertas en un día. Solo que esta vez no como internado, donde los niños pasaran el año entero estudiando, sino como un recinto juvenil de verano. Es decir, un internado para los niños con los que sus padres no desean compartir sus vacaciones. La idea me parecía triste en sí. Yo jamás podría pasar tres meses sin ver a mi madre. Me figuro que la gente que tiene dinero, a menudo, vive de forma diferente y, a veces, supongo, también siente diferente.

Nunca he ido al colegio. Mi madre siempre me ha enseñado en casa. En realidad, es una excelente profesora. Con ella he aprendido a leer, escribir, sumar, restar, dividir, conocimientos sobre historia, de naturaleza y muchas otras cosas más. No creo que esté en desventaja con respecto a los niños de mi edad que asisten a la escuela con regularidad. Sin embargo, cada año, al llegar el momento de la matriculación, mi madre me plantea la misma pregunta: <<¿Alina, te gustaría…?>>. Mi reacción instintiva no le permite terminar; mi cabeza cobra vida propia, girando de izquierda a derecha, frenética, componiendo una firme negativa. Ella me mira con lo que parece una mezcla de tristeza y compasión que no consigo descifrar, abre los brazos hacia mí, me arropa con ellos y sus palabras silenciosas me dicen: <<No te preocupes, te  comprendo>>. Yo asiento y me dejo hacer, pero en mi fuero interno me digo que no es cierto, no me comprende, no puede hacerlo porque nunca le he dado ninguna explicación a mi negativa - nunca me la pidió - y sin ninguna razón, ¿qué puede comprender?

La verdad es muy sencilla: me aterran los otros niños. Son seres crueles, tábulas rasas en lo que se refiere a moralidad y empatía. Son como una jauría de hienas hambrientas; observan hasta que localizan a la presa más débil y, tras su ataque, no quedan ni los despojos de la desdichada criatura. Si se mofan hasta la hilaridad de alguien solo por llevar gafas o pesar unos kilitos de más, ¿qué no harían con una niña bajita, hasta rozar lo ridículo, que no aparta la vista de sus zapatos y nunca suelta una palabra?

Uff, ni pensarlo puedo.

Podría terminar atada a un poste, desnuda y cubierta de miel, para que las hormigas me devoraran, o con la cabeza sumergida en algún váter de fondo nauseabundo.

        Seguramente, la continua sucesión de insultos y vejaciones acabarían por convertirme en una cáscara vacía.

Por este motivo, jamás he mantenido contacto alguno con otro niño, para desconsuelo de Manuel y mi madre. En los campos, cuando divisaba a algún niño en las proximidades, o lo que era mucho peor, unos cuantos de ellos corriendo y jugando entre el cultivo - la jauría al completo -, corría despavorida a ocultarme en algún lugar que me sirviera de escondite. A veces, desde mi improvisado refugio, me veía obligada a presenciar cómo lanzaban piedras contra alguno de ellos o le pegaban con palos - el más débil, a la raza que pertenezco -.

Mañana, un ejército entero de estos seres invadirán el lugar y yo me veré forzada a vivir entre ellos, a estar en peligro constante. Pero tengo un plan. Durante los próximos tres meses no pondré un pie fuera del recinto blanco, y, si hiciera falta, no saldré ni a la puerta de mi casa. La única prueba que tendré de su existencia será el estruendo que formarán durante el tiempo que permanezcan en el exterior. Posiblemente, acabe siendo un verano muy caluroso, porque puede que hasta mantenga cerrada todas las ventanas, postigos incluidos.

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