AZAHAR




La habitación estaba fría. Las losetas gélidas no ayudaban a calentar la simple estancia. Una cama de hierro destartalada, la mesita de madera y la cómoda con el espejo enmohecido.

Cuando llegó no había nadie en la casa y nadie parecía haber regresado.

Las cortinas blancas ondeaban al compás del aire fresco que entraba por la ventana. Las manos sobre el vientre, la respiración pausada, silenciosa casi queriéndose ahogar en ella misma.

Un movimiento pausado y los cabellos se alborotaron, al compás de un torso que se recomponía posando los desnudos pies sobre el frío pavimento, una superficie que iba descubriendo a cada paso que daba.

A través de la ventana sólo se veían las luces de la vecina casa encalada sin decoración alguna más los restos de una parra raquítica.

Los pies desnudos volvieron a recorrer la estancia. Los tendones tensos, el alma débil y los escalones trascurrían como la marea que la transportaba hasta la puerta trasera.

El sedoso camisón rozó la puerta, enganchándose y rasgándose con una astilla sin que se percatase más de la frialdad de la tierra.

Agachó la mirada y se encontró con sus blanquecinos pies manchados de la tierra negra sin importarle absolutamente nada. Apenas las plantas se percataron de la negrura que se colaba entre sus dedos. Las piedras que se clavaban, las semillas que se enredaban.

Miró hacia al frente. Oscuridad. La oscura y húmeda noche. Una noche sin luna, pero al menos con cientos de estrellas que miraban atenta como bajaba entre los naranjos, sin rumbo, sin meta, simplemente con el afán de que la frialdad le entrase dentro, le transpirase la piel, le calase los huesos y dejase de sentir ese dolor en el pecho que le abría cada día más y más aquella brecha, aquella herida que le congelaba las entrañas.

Como un fantasma blanquecino, no sólo por su anticuado camisón, vagabundeó por el campo guiada por el recuerdo al olor de azahar hacia a aquel lugar.

Ya no le importaba absolutamente nada. Las lágrimas le brotaban sin censura, la que había tenido durante todo este tiempo, la sonrisa sin grapas se había desfigurado, la mirada apagada. Ya nada más le importaba.

Llegó a un pequeño claro en el que se encontraba aquella gran piedra, donde en las noches de luna llena se podían tomar sus rayos. Se reposó sobre ella, la piel se erizó al contacto y se encogió como nunca antes se había plegado, mientras que sus ojos seguían derramando ríos desbordados incapaces de detenerse, expulsando todo el dolor, dragando la tristeza, el amargor que portaban dentro.

A la mañana siguiente los rayos del sol la despertaron de su intento de letargo. Entumecida se levantó y comenzó a caminar hacia la casa, no sin mirar constantemente hacia atrás con la esperanza de encontrar algo o alguien sobre aquel mismo lugar. Con la sensación de haber dejado algo allí, algo de sí misma, sin saber lo que era.

Regresó a la casa. Entró en el baño, se lavó la cara, se grapó la sonrisa y se maquilló los ojos. Cubrió sus pies con los calcetines más gruesos que tenía y se vistió con la ropa más colorida que encontró tirada en la silla. Se miró al espejo por última vez y salió por la puerta principal.

Otro día más…

A la noche siguiente, regresaría.

Regresaría noche tras noche como un espectro que paseaba entre los naranjos en busca de un recuerdo que nunca más volvería.

-Arana-
(Colaboradora)

Imagen en andean.com

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