Yo podría enamorarme de ti

Era una noche como tantas otras, siempre iguales pero siempre diferentes. Tenía 20 años recién cumplidos, un par de rupturas amorosas a mis espaldas y toda la vida por delante. Los sueños se me agolpaban en el corazón y las ganas de disfrutar, en el cuerpo. La cabeza… esa traidora procuraba estar callada.


Era tarde, muy tarde. Solía salir con una buena amiga los fines de semana —no ir a bailar un sábado hasta casi el amanecer suponía, por aquel entonces, un auténtico drama—. Y ahí estábamos dándolo todo, sin necesidad de alcohol ni ninguna sustancia tóxica más que nuestras propias ganas de pasarlo bien y olvidarnos de nuestro día a día.


Y allí estaba él. Moreno, de ojos rasgados oscuros como la noche que nos rodeaba. Su cara parecía cincelada centímetro a centímetro, buscando la perfección. Unas cejas oscuras y bien definidas enmarcaban aquella mirada que se había posado en mí, entre traviesa, curiosa y lasciva. Y esos labios… perfilados y carnosos, ponían la guinda a aquel delicioso pastel.


«¿Me está mirando a mí? No, no puede ser… ¿o sí?», mi baja autoestima y mi timidez extrema me volvían a jugar, una vez más, una mala pasada. Mi amiga me hizo una señal con la cabeza. Sí, me estaba mirando a mí.


Las dudas se disiparon en el momento en que me hizo un gesto con la mano, a modo de llamada. «Ven», parecía decirme. Dudé por un segundo, ¿qué hacer? No me solían pasar esas cosas, así, de buenas a primeras; yo era más de ligar en el tú a tú, no en discotecas. Antes de terminar de decidir si era buena idea ir o si, en cambio, debía quedarme quieta y disimular hasta que se ovidara de mi existencia… mis pies se encaminaron solos hacia donde se encontraba aquel hermoso ejemplar, que destacaba entre las demás criaturas absurdas de la noche.


Me acerqué a él despacio, dudosa, con algo de miedo a lo desconocido, y al desconocido. No sabía lo que me esperaba, no sabía cómo reaccionar… no sabía nada de nada de ese mundillo del ligoteo nocturno, pero se me antojaba la oportunidad perfecta para descubrirlo. Él no retiró la mirada en ningún momento, buscando mis movimientos —para mí, robóticos y torpes, para él, posiblemente, sensuales—. Yo, intentando ser valiente y no comportarme como una cría, traté asimismo de no apartar la mirada. Estábamos estableciendo la primera conexión de aquel perturbador y morboso encuentro.


Nos hallábamos a tan sólo unos pasos de distancia el uno del otro, nuestros cuerpos ya casi podían rozarse. Nuestras miradas continuaban imperturbables, deseosas de ahondar en aquello que no podíamos ver con nuestros ojos. El encuentro era inminente, inevitable… y los deseos de que ocurriera algo mágico iban in crescendo.


Y llegué a su altura. Nos encontrábamos a pocos centímetros de distancia, con la respiración ya alterada por un deseo creciente… un deseo provocado por el morbo de lo desconocido, de lo nuevo. La imaginación comenzaba a volar, soñando momentos llenos de besos, manos y piel.


Me puso una mano en la cintura y se aproximó a mí, cual león a punto de atrapar a su gacela. Mantuvo sobre mí su sensual mirada, que se me antojaba obscena, y acercó sus labios a mi oído, rozando mi lóbulo derecho. Se me erizó la piel y se me disparó el deseo, ya prácticamente desatado. Y me susurró…

¿Qué paha, guapíhima? —declaraciones que fueron seguidas de otras aún más pornográficas —. Que hepah que sho podría namoramme de ti.

Y el resto... es historia.

Hombre besa sensualmente a mujer en el lóbulo de la oreja. Blanco y negro.
Imagen en La Isla de Grande Jatte

Comentarios

  1. ¡¡Qué bueno!! Desenlace, no por inespersdo, exento de crudeza. De principio a fin, son varías las sensaciones que recorren al lector, para concluir con la inevitable risa tontuna. Me ha encantado. Espero más "tragipolvos" 😊

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Seguirá habiendo más tragipolvos, ¡¡hay para rato!!

      Eliminar

Publicar un comentario

¡Gracias por tus palabras!

Entradas populares