LA PRINCESA SIN NOMBRE - Capítulo 1
Invierno de 1977
La muchacha se revolvía incómoda en su cama.
Un resoplo de disgusto salió de sus pulmones antes de que pudiera
contenerlo. Después se maldijo a sí misma <<Tonta, tonta, tonta. Carolina
duerme en la cama de al lado, si la despiertas, no le bastará más que un rápido
vistazo, para darse cuenta de que estás tan cagada de miedo, que casi meas la
cama por no atreverte a levantarte para ir al baño>>.
Con la cabeza apoyada de lado en la almohada, y un nuevo suspiro, este
mucho más sosegado, comprobó la hora en el sobrio despertador, que descansaba
ladino, sobre la mesita de noche -cómo echaba de menos su reloj rosa de Minie
mouse, y cuánto le habría gustado traerlo de casa- <<malditas
normas>>.
<<Puff… Las tres de la mañana>>
Si no se levantaba pronto de la cama y se decidía de una vez por todas a
ir al baño, además de correr el riesgo de mearse encima, tendría todas las
papeletas para quedarse dormida durante la clase de matemáticas de la señorita
Simón, a la mañana siguiente.
Hizo acopio de todo el valor que en ese momento podía contener su
voluble cuerpo de adolescente y resolvió actuar al fin.
Con una renovada determinación, apartó a un lado la sábana de franela y
el mullido edredón de plumas de pato- al menos eso era lo que afirmaba la
directora Sarrión, haciendo énfasis en el coste de dicha materia prima- . Sacó
medio cuerpo de la cama, tanteó el suelo frío con los pies, en busca de sus
zapatillas. Después de unos segundos interminables, que se le antojaron años,
durante los cuales se repetía a sí misma una y otra vez, que no creía en la
existencia del coco, y que los posibles fantasmas que habitaran el internado no
iban a ser tan poco educados como para meterse debajo de la cama de uno, las
encontró.
Se calzó las zapatillas. Aquel tacto tan familiar le arrancó una media
sonrisa. Recordó el día que las vio en el escaparate de la tienda. Su madre le
había dicho que ya era mayor para llevar una prenda así, pero aquellas cabezas
de conejito con esas orejitas puntiagudas, la habían enamorado desde el primer
momento en el que su vista se posó en ellas. A su edad, la sociedad la
instigaba a dejar atrás el fascinante y colorido mundo de la infancia. Sin embargo,
¿qué había de malo en seguir manteniendo para sí una parte de niña?
Tragó saliva, se puso en pie y cruzó la habitación en penumbra.
Con la mano en el pomo de la puerta, volvió la cabeza para echar un
último vistazo a su compañera de cuarto. Carolina dormía profundamente,
inhalando aire y expulsándolo con un
ligero resoplido. Por un instante una idea cruzó su mente. ¿Y si Caro se
despertaba… casualmente, y la persuadía
para acompañarla al baño? Rechazó de inmediato la ocurrencia. Carolina podría ser
una buena chica, en efecto lo era, pero también tremendamente chismosa, y no
estaba dispuesta a permitir que todo el
colegio se enterara de que ella, con sus casi cumplidos catorce años, no era
capaz de salir del dormitorio sola, cruzar el maldito pasillo y una vez
alcanzado el baño, echar un pis rapidito y otra vez de vuelta a la cama.
Retomó su atención en la puerta. Giró la mano que empuñaba el pomo de
cobre, maldiciéndose una y mil veces por haber tomado un estúpido zumo de
manzana, cuando de todos es sabido, que no se debe ingerir líquidos después de
una determinada hora, si se pretende evitar intempestivas visitas al lavabo.
La puerta se abrió con un leve quejido, casi inaudible. Con el ánimo
alicaído, oteó la abrupta oscuridad que se expandía por el angosto corredor.
Aunque era una noche sin luna, el gran ventanal de su habitación permitía que la luz de las
estrellas se filtrara a través del cristal. Pero allí, en aquel condenado
vestíbulo la única luz, casi exigua, provenía de una única ventana, que por su
estrechez, más bien parecía una tronera.
Sopesó seriamente la idea de dar media vuelta y volverse a la cama. Tal
vez pudiera contener a su vejiga unas horas más, las suficientes para que
llegara la mañana, con su enorme y brillante sol; que iluminaba todo y hacía
retroceder hasta la última de las sombras. Sin embargo, a juzgar por el
repentino bailecillo que adoptaron sus pies, de no encaminarse inmediatamente
al baño, se orinaría encima.
Bajo el umbral de la puerta, inspiró profundamente, reuniendo todo el
coraje que pudiera sustraer de su cuerpo
delgaducho.
<<Solo serán unos pasos>>- se dijo
Afortunadamente, su habitación era la segunda más próxima a la escalera,
frente a esta, se situaba un pequeño baño formado por apenas dos lavabos y tres
cubículos con sus respectivos inodoros. El baño grande, con duchas incluidas,
quedaba al final del mismo corredor, y ella no se habría encaminado hacia allí
en mitad de la noche aunque le fuera la vida en ello; era tan tétrico, que el
mismo Alfred Hitchcok se habría frotado las manos con alborozo al descubrir
semejante escenario.
<<Solo serán unos pasos>>- repitió mentalmente.
Además, ¿por qué tenía tanto miedo? Ella no era de las que se asustaban
por un poco de oscuridad, es más, no era una chica miedosa en absoluto.
<<Malditas historias de brujas>>.
La mano que apoyaba sobre el marco de la
puerta le temblaba ligeramente, y todo su ser se estremecía a causa del frío
que imperaba en aquella gélida noche de invierno.
El espectro de un recuerdo se coló furtivamente en su cabeza y, al
instante, contra toda voluntad, rememoró la escena ocurrida un mes atrás. Ana
Serrano, Elisa Méndez, Carolina y ella reunidas en el cuarto de las otras dos
chicas, ya pasadas las diez de la noche. Por norma estricta, todas las niñas
debían estar en la cama en sus respectivos cuartos a las nueve y media, sin
mayor tardanza; sin embargo, aquella noche le tocaba turno de guardia a la
señorita Cánova, profesora de ciencias naturales, y era por todos sabido que
esta se quedaba grogui a la mínima de cambio.
La velada comenzó como una inocente fiesta de pijamas. El plan era simple y entretenido; cepillarse el pelo
unas a otras, pintarse las uñas, y muy especialmente, cotillear sobre qué chica
estaba coladísima por qué otro chico. Tenía que admitir que se lo estaba
pasando muy bien; Carolina le dejó unas uñas preciosas, la trenza de cuatro
cabos que le hizo Eliza en el pelo le quedaba de maravilla, incluso se divirtió
mucho con los chismes compartidos. Llegó a sentirse tan cómoda en compañía de
las otras tres chicas – Carolina era su amiga además de compañera de cuarto, no
obstante, las otras dos eran amigas de Carolina, pero hasta esa noche, simples
conocidas para ella- que hasta se atrevió a mostrarles su, tan amada como
secreta, libreta de dibujos. Aquella era su pasión, todos los miedos,
inseguridades, preocupaciones … desaparecían una vez sostenía en su mano la
delicada mina de carboncillo. A pesar de la sempiterna humildad que la
caracterizada, era buena conocedora de su destreza, también era consciente de
que con esfuerzo y constancia podría ganarse la vida con sus creaciones.
<< Habrías sido una buena ilustradora>> se decía a veces, a sí
misma en un lamento, pues hacía años que comprendía que aquel sueño suyo era
simplemente eso, un sueño, una quimera; sus padres, ya tiempo atrás, le habían
hecho entender que aquel mundo bohemio del artista quedaba totalmente fuera de
su alcance, ella era una niña de una buena familia, una familia con renombre, y
como tal debía comportarse, y para quedarle aún más claro, la rotunda
afirmación de su madre <<antes muerta que ver a mi hija convertida en una
vulgar dibujante>>. Las tres chicas estudiaron cada boceto con genuina
admiración, dedicándole múltiples elogios seguidos de miradas de asombro
ante la idea de que aquellas maravillas
grabadas en el papel fueran fruto de su propia mano.
Sin embargo, todo comenzó a torcerse cuando a
Ana se le ocurrió una idea a la que ella bautizó como “algo muy divertido y terrorífico”.
Debió negarse a participar a la primera de cambio –al fin y al cabo, estaba al
cien por cien segura de que nada bueno podía venir de algo que ostentara, tan
alegremente, el hecho de llevar impresa la palabra terrorífico-.
Las cuatro debían sentarse en el suelo, adoptando la archiconocida
postura india, componiendo un círculo en torno a la llama de una vela; y tras
toda esta parafernalia puesta en escena, cada una debía narrar una historia de
terror.
A ella le tocó el primer turno. Su historia, a juzgar por la expresión
anodina en la cara del resto de chicas al terminar la narración, resultó
insulsa y tan terrorífica como un espantapájaros hecho por Minie Mouse. Eliza y
Carolina hicieron otro tanto; pero al llegarle el turno a Ana, ésta compuso un
rostro serio y concentrado, inhaló profundamente y pronunció unas palabras que
aún mantenía enquistadas en su mente: << No os engañéis, este no es otro
cuento inventado por viejas para asustar a las niñas- Miró a sus compañeras con
ojos graves- lo que voy a relatar a continuación es tan real como la vida
misma- se produjo un silencio acompañado por un cruce de miradas- Los hechos
acontecidos ocurrieron en este mismo lugar>>- Caro, Eliza y ella contuvieron
el aliento, con unos ojos exaltados, sustraídos por una emoción que se debatía
entre el miedo y la curiosidad morbosa.
Un ruido repentino la condujo de vuelta al presente. Contuvo la
respiración. Al segundo se sintió tremendamente estúpida cuando cayó en la
cuenta de que ella misma lo había provocado; estaba rechinando los dientes.
<<Ana Serrano- masculló enojada- condenada mentirosa del tres al
cuarto>>.
Estas palabras produjeron en su mente el efecto tranquilizador de una
suerte de revulsivo contra el miedo. Con un enérgico movimiento, despegó su
cuerpo del amparo de la puerta. Sus pies al fin cobraron vida, enfundados en
sus animadas pantuflas acolchadas, a cada paso decidido despertaban ecos mudos
contra el suelo ajedrezado.
Había conseguido salvar la mitad del trayecto, cuando un sonido
chirriante le paralizó los sentidos. Convencida de que esta vez no eran sus
dientes los que la traicionaban, se armó de coraje para dirigir la mirada hacia
donde la lógica le indicaba que provenía el ruido.
<<La ventana>>.
El corazón se le puso al galope, al tiempo que imaginaba unas uñas
largas y agrietadas por el paso del tiempo arañando el cristal, intentando
desesperadamente hacerse una entrada al edificio.
<<Si os adentráis solas en la oscuridad… ella os atrapará>>
Su piel comenzó a destilar un sudor frío que se traducía en un miedo en
estado puro, un miedo que la urgía a huir, a salir corriendo de allí al amparo
de un lugar seguro; tal vez bajo las sábanas, puesto que una arraigada creencia
infantil dictaminaba que era el sitio más recomendado para refugiarse de monstruos
y fantasmas. Aunque ella presentía que no existía lugar alguno donde protegerse
de semejante criatura.
Una rama de árbol aparecida en escena la salvó de, a su parecer, un
posible infarto cardiaco. No había sido más que la naturaleza jugándole una
mala pasada- definitivamente, el jardinero debía hacer mejor su trabajo,
empezando por podar aquellas ramas demasiado próximas a las ventanas, de lo
contrario, cualquier día le daba un patatús a alguna niña-.Respiró aliviada y
recompuso sus pasos para atravesar lo que restaba de trayecto.
Una sonrisa genuina afloró de sus labios al alcanzar la pared frontal
del baño. Sus mejillas se arrebolaron de pleno júbilo. Se sentía dichosa y boba
a partes iguales; lo primero, por
haberle plantado cara al miedo primario que se empecinaba en hacerle
volver atrás. Lo segundo, por prestarle el crédito que no merecían a esas
tontas historias de críos.
La puerta lacada en blanco que permitía la entrada al baño estaba
levemente entornada, un haz de luz despuntaba en el breve espacio que separaba
a esta del marco.
Su primer pensamiento fue que alguien, por error, se había dejado la
luz encendida. Le bastaron unos
instantes para rememorar el efecto que provocaba el menor destello contra los
azulejos que reptaban por las paredes de aquel espacio; actuaban como espejos,
intensificando la mínima luminosidad que los acariciara. Recordó que no había
luna que pendiera del cielo esa noche, no obstante, el sutil resplandor de las
estrellas mantendría el habitáculo mucho más iluminado que el condenado
pasillo.
Sonrió para sí. Qué gran alivio no tener que palpar una pared a oscuras
en busca de un interruptor.
La puerta no contaba con un pomo como
las de los cuartos, sino con una manivela de acero inoxidable; la agarró con la
mano derecha y, con el placentero pensamiento de << chúpate esta, Ana
Serrano>>, impulsó la madera hacia dentro.
Como sostenía la mirada baja, lo primero con lo que sus ojos se toparon
fue el pulido suelo de losas blancas.
La sonrisa se le borró de los labios en un suspiro. Algo no andaba bien.
El suelo estaba empapado. Eso era una circunstancia del todo inconcebible en un
lugar de culto como aquel, donde los acaudalados padres de las internadas
aportaban una cuantiosa suma
mensualmente, por la que se esperaba, entre otras muchas cuestiones, que el
edificio al completo respirara pulcritud.
Un frío intenso le atenazó el corazón. El agua que impregnaba el suelo
enlosado parecía trazar un camino en línea recta, una suerte de sendero acuoso
que partía desde el lugar donde ella misma se encontraba… hasta…hasta el
mismísimo infierno.
Con el peso de una lápida, cayó sobre ella la certeza absoluta de su
propia perdición. Sus ojos, anegados en lágrimas, de las que ni ella misma era
consciente, se posaron sobre la visión espectral de unos pies pequeños y
pálidos como la cera.
Contra toda voluntad, pues el miedo le había arrebatado la autonomía
sobre su cuerpo y lo que restaba de sí misma, continuó ascendiendo con la
mirada, divisando unas piernas delgadas, infantiles. Un vestido blanco cubría
la piel desnuda de su diminuto cuerpo, empapado, como contaba la historia de
Ana <<ella no quiere estar sola>>. De sus deditos macilentos,
descendían minúsculas gotas de agua, que con su suave repicar contra el piso,
parecían murmurar la verdad sobre el lugar de donde procedía aquel ser, un
mundo que discurría bajo unas aguas oscuras, un mundo ahogado.
No acertaba a verle el rostro, pues la criatura permanecía de espaldas,
sin embargo, aquello no era razón para dejar de intuir una media sonrisa
grotesca, flanqueada por unos labios extremadamente blandos, azulados…muertos; Su piel
reblandecida y estriada tras largos años padecidos bajo el agua, y sus ojos de
mirada sin vida, a medio cubrir por un velo de cabellos blancos.
El pecho de la chica, desgarrado por el horror, emitió un grito ahogado.
Se llevó una mano en forma de garra a la garganta, allí donde este había
quedado encajado. Ansió huir, correr, escapar de allí tan lejos como sus
piernas, yertas, se lo permitieran. Pero
sus piernas ya no le respondían. Sentía sus músculos licuados, sus huesos
convertidos en polvo, sus pies adheridos al suelo, formando parte de un todo
que ya no le pertenecía.
Con un último aliento helado, cerró los ojos, consciente de que a donde
ella la conduciría, no habría más luz.
Imagen en Decoracionia
¿Para cuándo el segundo capítulo? ¡Qué intriga! Y qué bien narrado. Una forma excelente de entrar en escena y hacer sentir a los personajes y la situación. Espero ansiosa el siguiente capítulo. :D
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu comentario. Palabras como las tuyas hacen que tenga aún más ganas de seguir escribiendo.
Eliminar