El banquete de Navidad

Pocos recuerdan que la noche más entrañable del año fue, durante mucho tiempo, también la más terrorífica. Las costumbres han cambiado, y lo que hoy en día se ha convertido en ponerse hasta las trancas a base de marisco y cava mientras escuchamos a Raphael desde el televisor, durante mucho tiempo consistía en otra forma más imaginativa de entretenimiento: contar historia al calor de la lumbre que, en muchos casos, adquiría rasgos terroríficos.

El ambiente acompaña. La Nochebuena coincide en el hemisferio norte del planeta, y con la diferencia de apenas un par de días, con el solsticio de invierno, es decir, la noche más larga del año. Es época de frío, nieve, y oscuridad. El momento idóneo para que los sentimientos más oscuros del hombre se exacerben. Se puede decir que el cuento de invierno (o 'winter's tale') es un subgénero en sí mismo, de los relatos de terror. Como señala en 'The Independent, Keith Lee Morris, hay diversos tropos que en ellas se repiten incansablemente: del personaje aislado de la sociedad que mira por una ventana la calidez del hogar a un estado de conciencia alterado, casi sonámbulo, que raya con lo sobrenatural.

Un buen ejemplo de ello es el clásico 'Cuento de Navidad' de Charles Dickens, que Morris entiende como un metarrelato de invierno: en ella, aparte de la célebre moraleja que todos conocemos –el egoísmo nos separará de lo verdaderamente importante–, se narra con elementos sobrenaturales la tragedia del desamparo, la amenaza de una muerte solitaria, la inevitabilidad de la muerte. Durante muchos años, fueron las historias del inglés M. R. James, medievalista y preboste del King's College de Cambridge, las que se repetían al calor de la lumbre… O en la televisión, cuando sirvieron de base para la serie 'A Ghost Story for Christmas' de la BBC.

Hoy os dejamos un breve fragmento de "El banquete de Navidad" de Nathaniel Hawthorne, invitando a que busquéis una lectura diferente en esta noche de Navidad y martes de clásicos de terror, al final de la estantería.

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Contentándose con ese prefacio, Roderick empezó a leer. En el testamento y últimas voluntades de un cierto caballero anciano aparecía un legado que, como último pensamiento y acto, estaba singularmente de acuerdo con su larga vida de excentricidad melancólica. Dispuso una suma considerable para establecer un fondo cuyos intereses se gastarían, anualmente y para siempre, en la preparación de un banquete de Navidad para diez de las personas más miserables que pudieran encontrarse. No parece que el propósito del testador fuera alegrar a esa decena de corazones tristes, sino procurar que la expresión severa o cruel del descontento humano no se olvidara, ni siquiera en ese día santo y gozoso, en medio de las aclamaciones de gratitud festiva que produce la cristiandad entera.

Deseaba también perpetuar su protesta contra el curso terrenal de la providencia, y su disentimiento triste y amargo contra esos sistemas religiosos o filosóficos que o bien encuentran la luz del sol en el mundo o la hacen bajar del cielo. La tarea de convocar a los invitados, o de seleccionarlos entre quienes presentaran sus pretensiones a compartir esa triste hospitalidad, quedaba confiada a los dos fideicomisarios o administradores del fondo. Esos caballeros eran, como su amigo fallecido, humoristas sombríos que habían convertido en su ocupación principal numerar los hilos negros de la red de la vida humana, dejando sin contar todos los dorados. Ejecutaron su misión con integridad y juicio.

Es cierto que el aspecto del grupo reunido en el día de la primera fiesta no convencería a todo testigo de que aquellos eran especialmente los individuos elegidos de todo el mundo cuyas penas merecían sobresalir como indicativas de la masa del sufrimiento humano. Sin embargo, y tras la debida consideración, era indiscutible que se hallaba allí una variedad de incomodidades sin esperanza que, aunque surgen a veces de causas aparentemente inadecuadas, son la principal acusación contra la naturaleza y el mecanismo de la vida.

La disposición y decoración del banquete de Navidad trataba probablemente de simbolizar esa muerte en vida que había sido la definición de la existencia del testador. El salón, iluminado con antorchas, estaba decorado con cortinas de color morado oscuro y adornado con ramas de ciprés y guirnaldas de flores artificiales, imitando a las que suelen arrojarse sobre los muertos. Junto a cada plato había una ramita de perejil. La reserva principal de vino era una urna sepulcral de plata, desde la que se distribuía el licor por la mesa en pequeños vasos copiados exactamente de los que contenían las lágrimas de las antiguas plañideras. Tampoco olvidaron los administradores, si fue de ellos la idea de disponer esos detalles, la fantasía de los antiguos egipcios, que sentaban un esqueleto en cada mesa festiva, burlándose de su propia alegría con la sonrisa imperturbable de un cráneo. Ese temible invitado, envuelto en un manto negro, se hallaba sentado a la cabeza de la mesa.

Se contaba, aunque no sé si será verdad, que el propio testador había caminado por el mundo visible con la maquinaria de ese mismo esqueleto, y que era una de las estipulaciones de su testamento que se le permitiera sentarse así, de año en año, en el banquete de Navidad que él había instituido. Si es así quizás significara ocultamente que no abrigaba esperanza de bendición, más allá de la tumba, que compensara los males que había sentido o imaginado en este mundo. Y si en sus conjeturas confusas respecto al propósito de la existencia terrenal, los invitados al banquete apartaran el velo y lanzaran una mirada inquisitiva a esa figura de la muerte, como buscando allí la solución que no alcanzaban de otro modo, la única respuesta sería la mirada de las vacías cavernas de los ojos y la sonrisa de las mandíbulas de un esqueleto.

Tal fue la respuesta que el fallecido había creído recibir cuando pidió a la muerte que solucionara el enigma de su vida; y era su deseo repetirla cuando los invitados de su triste hospitalidad se sintieran perplejos con la misma cuestión.

—¿Qué significa esa guirnalda? —preguntaron varios miembros del grupo al ver la decoración de la mesa.

Aludían a una guirnalda de ciprés situada en la parte superior de un brazo del esqueleto, que sobresalía desde el manto negro.

—Es una corona —contestó uno de los administradores—. Pero no para el más digno, sino para el más desconsolado, cuando haya demostrado tener derecho a ella.


-Nathaniel Hawthorne-
The Christmas Banquet, publicado originalmente en la edición de diciembre de 1843 de la revista United States Magazine and Democratic Review, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse)


Escena gótica con el árbol de navidad cubierto por la tela de araña, libros antiguos, las ratas y el cráneo
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