El maleficio de las runas

Más que otras veces, en el camino a casa, el Sr. Dunning dióse cuenta que no miraba el solitario atardecer con su usual jocundidad. Le parecía que algo impalpable y indefinido estaba entre él y todos los demás. Intentó sentarse cerca de otra gente en el tren y el tranvía, pero su suerte fue tal que en ambos viajaba muy poca gente. El guarda George estaba pensativo y parecía estar calculando el número de los pasajeros. Casi llegando a su hogar, encontró al Dr. Watson, su médico de cabecera.

—Tengo que alterar tu tranquilidad, Dunning. Tus domésticas, ambas, han sido conducidas a la enfermería.

—¡Cielos! ¿Qué pasó?

—Es algo como ptomína venenosa, creería. Pero como veo, tú no la has padecido, o no estarías caminando solo.

—¿Tienes alguna idea de qué lo provocó?

—Ellas me dijeron que compraron algunas ostras a un buhonero durante su hora de comida. Es lamentable. He hecho algunos registros, pero no puedo encontrar a ningún buhonero que haya estado en otras casas en la misma calle. Ven y cena conmigo esta noche, y mañana haremos arreglos hasta que vuelvan tus empleados.

Una tarde solitaria fue de esta manera evitada; a la expensa de algunos desastres e inconvenientes, es verdad. El Sr. Dunning pasó el tiempo con el doctor, y regresó a eso de las 11:30. La noche no fue de esas que uno recuerda con satisfacción. Estaba en la cama, con las luces apagadas. Se estaba preguntando si la señora de la limpieza vendría temprano por la mañana para traerle el agua caliente, cuando escuchó inconfundible la puerta de su estudio abrirse. No había escuchado pasos en el pasillo, pero el sonido había sido claro, y él estaba seguro de haber cerrado la puerta. Fue más vergüenza que coraje lo que lo indujo a deslizarse al pasillo y reclinarse sobre la balaustrada de la escalera en su bata de noche, atento a lo que pudiera escuchar. Ninguna luz era visible; ningún sonido era audible: solamente una bocanada de aire caliente, que trepó por un instante a través de su espina. Volvió a su dormitorio y decidió trabar la puerta. Pero hubo más cosas desagradables. Quizás la Compañía había decidido que la luz no era necesaria en las horas de la madrugada, y habían detenido su suministro, o quizás algo se había descompuesto, el resultado fue que, de cualquier modo, la luz se había ido. Encontró un reloj y consultó cuantas horas de malestar le restaban. Así que puso su mano en el bien conocido recodo bajo la almohada. Lo que tocó fue, según su explicación, una boca, con dentadura, y con cabello alrededor de ella, y, según declaró, no era la boca de un ser humano. No creo que tengamos que conjeturar lo que dijo o hizo; pero él estaba dentro de una habitación con la puerta cerrada y sus sentidos estaban bien alertas. El resto de la noche, miserable noche, lo pasó mirando a cada momento hacia la puerta. Pero nada pasó.

A la mañana, los sonidos escalofriantes continuaron. La puerta seguía abierta, afortunadamente, y las persianas abiertas (las sirvientas habían sido llevadas al sanatorio antes de la hora de bajarlas); no había, para ser breves, rastros de ningún intruso. El reloj, también, estaba en su lugar habitual; nada estaba alterado, solamente la puerta del armario que se había abierto, lo cual era muy usual. Un ring en la puerta de servicio, estaba anunciando a la señora de la limpieza, que había sido llamada la noche anterior, y el nervioso Sr. Dunning, luego de pagarle, continuó su búsqueda en otras partes de la casa. Pero fue igualmente infructuosa.

El día comenzó de manera deprimente. No se atrevió a ir nuevamente al Museo: mortificado por lo que el asistente había dicho, Karswell podía volver, y Dunning sintió que no podría enfrentar a un extraño posiblemente hostil. Su propia casa era odiosa; él odiaba ir al doctor. Pasó algún tiempo llamando al sanatorio, donde estaban su ama de llaves y sirvienta. Cerca de la hora del almuerzo, fue a su club, para volver a experimentar una intensa satisfacción al ver al Secretario de la Asociación. En el almuerzo Dunning reveló a sus amigos el más concreto de sus temores, pero trató de no dejarse llevar y hablar de aquellos que más pesaban sobre su espíritu.

—¡Mi pobre hombre —dijo el Secretario—; qué perturbado se lo ve!.




Casting the Runes - M.R. James,
publicado en la antología de 1911: Más historias de fantasmas (More Ghost Stories).


Monje encapuchado al que no se le distingue el rostro, con las manos cruzadas
Imagen by Espejo gótico

Comentarios

Entradas populares