Canción de Navidad


Para empezar, Marley estaba muerto. De eso no hay ninguna duda. El registro de su entierro estaba firmado por el pastor, por el escribiente, por el encargado de la funeraria y por el que presidió el duelo. Lo firmó Scrooge; y el nombre de Scrooge avalaba en la Bolsa cualquier cosa que se le ocurriera emprender. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de la puerta.

      ¡Ojo! No pretendo decir que sé, personalmente, qué tiene de muerto el clavo de una puerta. Yo me habría inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el artículo más muerto de todo el comercio de ferretería. Pero la sabiduría de nuestros mayores se vale de ese símil, y no lo van a turbar mis manos pecadoras; si lo hiciera, apañado estaría el país. Así que me vais a permitir que repita, enfáticamente, que Marley estaba muerto como el clavo de una puerta.
      ¿Lo sabía Scrooge? Por supuesto que sí. ¿Cómo no lo iba a saber? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único heredero, su único amigo y su único acompañante en el entierro. Pero ni siquiera Scrooge se dejó anonadar por el triste acontecimiento, sino que el mismo día del funeral se mostró como un excelente hombre de negocios al conseguir celebrarlo por una verdadera ganga.
      Esta alusión al funeral de Marley me retrotrae al punto de partida. No cabe duda de que Marley estaba muerto. Hay que tener esto muy claro, o no veréis nada prodigioso en la historia que voy a contar. Si no estuviésemos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet había muerto antes de empezar la obra, no nos extrañaría que diese un paseo nocturno por sus propias murallas, con viento del este; y tampoco tendría nada de particular el que un señor maduro saliese a dar una vuelta temerariamente, después de un anochecer, por un paraje ventoso -por el cementerio de Saint Paul, por ejemplo-, con la expresa intención de asombrar al espíritu impresionable de su hijo.
      Scrooge no cubrió con pintura el nombre del viejo Marley. Allí permanecía, años después, sobre la puerta del almacén: “Scrooge y Marley”. La empresa era conocida como “Scrooge y Marley”. La gente que visitaba por primera vez el negocio llamaba a Scrooge, unas veces, Scrooge, y otras, Marley; pero él respondía a los dos nombres: le daba igual.
      ¡Ah, pero Scrooge era un auténtico tacaño! ¡Un viejo y codicioso pecador que agarraba, estrujaba, arrancaba, arrebataba y despojaba! Era duro y afilado como el pedernal, del que ningún eslabón había logrado sacar jamás una chispa de generosidad; y cauto, cerrado y solitario como una ostra. Su frialdad interior acartonaba su viejo semblante, congelaba su nariz puntiaguda, secaba sus mejillas, envaraba su paso, enrojecía sus ojos, amorataba sus labios delgados y volvía acerada su voz chirriante. Una gélida escarcha le cubría la cabeza, las cejas, la hirsuta barbilla. Siempre llevaba consigo su baja temperatura; helaba su oficina en los días de bochorno y no se deshelaba ni un grado en Navidad.
      Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ningún calor lo calentaba, ningún tiempo invernal lo enfriaba. Ningún viento era más crudo que él, ninguna nevada era más firme en sus propósitos, ningún diluvio menos sensible a la súplica. No había mal tiempo que lo dominase. Sólo en un aspecto podían presumir de aventajarlo de la lluvia, nieve, granizada y cellisca más intensas: a menudo “cedían” generosamente, mientras que Scrooge no lo hacía jamás.
      Nadie lo paró nunca en la calle para decirle con gesto alegre: “Querido Scrooge, ¿cómo le va? ¿cuándo viene a visitarme?”. Ningún mendigo le imploró una limosna, ningún niño le preguntó la hora, ningún hombre o mujer le pidió una sola vez que le indicase en qué dirección se iba a tal o cual sitio. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerlo, y, cuando lo veían aparecer, tiraban de su dueño hacia los portales y los patios, y movían el rabo como diciendo: “¡Vale más no tener ojos que andar aojando, desventurado amo!”.
      Pero, ¿qué le importaba todo eso a Scrooge? Era precisamente lo que le gustaba. Abrirse paso por los atestados caminos de la vida, manteniendo a distancia toda humana simpatía, era para Scrooge lo que suele llamarse “el no va más” de las delicias.
      Un día -el mejor de todos los días del año: el de Nochebuena- estaba el viejo Scrooge atareado en su oficina...


Perteneciente a la primera estrofa "El Espectro de Marley" de Charles Dickens (1843)


Imagen by ARTIUM
 

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