HAZME CREER


La tenue luz de una vela ondeaba difusa iluminando la pequeña habitación. Un sótano lúgubre, húmedo y frío, lleno de sacos y polvos.

Entre aquellos objetos sin vida, yacía un hombre que agonizaba por la suya. A su lado, de rodillas, una joven junto a una palangana de cerámica, que contenía una agua de dudosa salubridad teñida de rojo, afanosamente mojaba y exprimía un cochambroso trapo con el cual intentaría cortar la hemorragia que borbotaba del bajo vientre del herido.

- Voy a morir, ¿verdad, muchacha? - dijo el hombre a duras penas, entre toses y cortes de respiración causadas por el dolor. La tenue luz impedía ver el intenso azul de sus ojos, un color que se había ido apagando con la crudeza de la contienda.

- No - sonrió dulcemente la chica, mientras presionaba hábilmente sobre la herida. El joven soldado emitió un ahogado gemido, que le provocó un espasmo al intentar silenciarse para no ser descubiertos.

- No va a morir mientras yo esté aquí - dijo, segura, mientras con la mano libre enjuagaba el mismo trapo.

- No creo en Dios ni en los milagros - dijo con gran esfuerzo; poco a poco se sentía desvanecer.

- Tampoco yo creo en Dios - dijo la chica.

A través de la tenue luz, el joven pudo contemplar con dificultad la dulce sonrisa. No pudo evitar pensar que, en sus veintitrés años de vida, aquélla era la sonrisa más bonita, dulce y sincera que había visto. Si debía morir en aquel momento, habría sido una última hermosa visión. Observaba, detenido en la penumbra, su belleza aun cuando tenía el cabello sucio, pero de poco importaba debido a la escasa luz, sobretodo por el intenso dolor y las pocas fuerzas que le quedaban. No sabía distinguir si era morena o castaña, pero podía ver como alguno de sus cabellos rebeldes se le pegaban al rostro debido al calor y también a la tensión de la situación. Era joven, tres años menos que él, pero aun así, sucia y cansada, aparentaba menos edad de la que tenía.

- Pero en algo tenemos que creer - contestó con una voz dulce y calmada, junto aquella calida sonrisa que reconfortaba enormemente al enfermo.

- ¿En qué creer usted? - le preguntó con gran esfuerzo. Poco a poco su voz se iba esfumando, desvaneciendo, al igual que su vida.

- En mí misma - dijo, mientras cambiaba los paños, no sin gran dolor para el joven -. Y en lo que mi abuela me enseñó. Por eso sé que los milagros existen - dijo, con una gran seguridad que no tenía, pero sabía que aquel hombre la necesitaba -. ¿No cree en los ángeles de la guarda? - el joven no pudo hablar, simplemente intentó mover la cabeza negando aquella pregunta -. Debería - sonrió la chica mientras le miraba a los ojos, un azul triste que se perdía en aquel olivar lleno de fantasía -, ellos son los que nos ayudan a realizar los milagros.

Milagros, milagros, milagros… la última palabra que escuchó el joven antes de desfallecer.

Cuánto tiempo estuvo dormido en el silencio, en el vacío, no lo supo. En aquel tiempo entre sueño y el despertar, entre la vida y la muerte, alzaba su mano temblorosa buscando algo a lo que agarrarse. La chica, postrada intentando subsanar aquella herida, vio como tembloroso levantaba el brazo. Sin dudarlo sacó del agua su mano izquierda, se la secó y apretó fuertemente aquella mano fría. Cuando sintió la calidez llena de vida de aquel apretón, el joven volvió a escuchar las palabras de la chica y en su cabeza retumbaron aquellos sonidos, aquella melodía, aquella voz calma que le reconfortaba y le tranquilizaba. Con dificultad, sin apenas fuerzas, la joven sintió cómo la mano intentaba atraerla hacia su cabeza. Con curiosidad e inquietud se acercó ante aquel cuerpo ya moribundo, pálido, ojos cerrados y lenta y dificultosa respiración. Los labios secos se movían, emitían un tenue hilo de voz. Al no escuchar esas palabras, se aproximó más. Un movimiento incesante el cual poco a poco iba elevando el sonido, un intento por afanarse a la vida.

- Le ruego me haga creer - no consiguió escuchar. No le entendía, por lo que su única respuesta fue darle sus dos manos en lugar de una.

Cuanto tiempo pasó así, no lo recordarían, habían perdido la noción del tiempo. Sólo aquella mano les mantenía unidos.

Ella había hecho todo cuanto podía. Estaba siendo vencida por el sueño, cuando un dolor la sobrecogió. Tras ese fuerte impacto en sus manos, la voz del joven retumbó en el habitáculo.

- Hazme creer - se escuchó con claridad su profunda voz justo después de que hubiera abierto asustado sus grandes y profundos ojos azules. Un azul tan intenso como el mar que estaba contemplando en ese momento, el mismo que le vio nacer.


-Arana-
(Colaboradora)



Imagen sin derechos de autor


Comentarios

Entradas populares